De náufragos e infiernos
1 Náufragos. En 1937, Josep Maria de Sagarra escapó por pelos de las amenazas de muerte de la FAI y en compañía de su esposa viajó a Tahití gracias al regalo de boda de su mecenas Francesc Cambó. De ese periplo polinésico surgió La ruta blava (La ruta azul), uno de los mejores libros de viajes de la historia, escrito en una prosa "perfumada con alcohol de monóculo", que diría Paul Morand. La semana pasada les hablaba fugazmente del montaje que, a partir de ese gran texto y bajo el paraguas del Grec, han presentado en el Romea barcelonés el dramaturgo Pablo Ley y el director Josep Galindo. Ley hizo con Àlex Rigola un trabajo admirable en la dificilísima adaptación de 2666 de Bolaño, pero, visto lo visto, su tándem con Galindo no ha arrojado parejos dividendos. Si hará unos años, y también en el Romea, convirtieron el Homenaje a Cataluña de Orwell en un despropósito de mucha consideración (chistes de Gila incluidos), ahora cabría hablar de reincidencia con daño a paisanos (De Sagarra, por supuesto): parafraseando a Levi-Strauss, su nuevo espectáculo bien podía titularse Tristes tópicos. Contraponía en la crítica anterior la versión de El quadern gris y ésta porque no pueden ser más antitéticas. En la función de Ollé la voz de Pla estaba dividida entre tres actores, pero manteniendo una absoluta unidad tonal. En La ruta blava la voz de De Sagarra se reparte entre Jordi Martínez (nada que objetar: un actor con verdad y poderío) y, disparate mayúsculo, entre sus compañeros de viaje en el buque Comissaire Ramel. Si en el libro están pintados con acentos caricaturescos, en escena parecen una parodia descastada de personajes de "novela cosmopolita" a lo Cecil Roberts o Vicky Baum. Axioma obvio: si una frase del narrador (pongamos por caso: "El crepúsculo es una apoteosis de plata") se pone en boca de una pasajera ridícula, sonará, indefectiblemente, como la frase de una pasajera ridícula. Con una terrorífica sordera para los tonos, Galindo hace que todo lo que no dice Jordi Martínez suene a contrapié: gritado, enfatizado, insoportablemente banalizado. Jordi Banacolocha viste, por razones ignotas, como un notario dickensiano; Manel Dueso gimotea o vocifera en el rol de un fascista de opereta; Rosa Galindo pasea un perfil de damisela clorótica; Oscar Kapoya habla como un negrito de película sudista; a Quim Dalmau apenas se le entiende. Por la pantalla del fondo desfilan imágenes actuales de la travesía de Marsella a Bora-Bora, que aniquilan cualquier posibilidad evocativa del Tahití de los años treinta. Con esos personajes de cliché, con la emoción y la poesía confinadas en la bodega (o subiendo a cubierta en dosis homeopáticas), lo único que parece habérsele ocurrido al director es sacudir la nave para disimular el naufragio: hacer que los actores multipliquen acciones inanes, que Rosa Galindo gorjee Syracuse o Our love is here to stay, o que la bailarina Iva Horvat cruce de cuando en cuando el escenario, ora lánguida, ora espasmódica. Aguanté una hora y me fui a casa a releer el libro. (Hay, por cierto, una estupenda traducción castellana, La ruta azul, en Península).
2 Infierno. No consigo verle la punta a la obra de Romeo Castellucci, quizás por mi desconfianza hacia los NAS (Nihilistas Altamente Subvencionados), quizás por su revuelque en el horror solemne (y en su radical ausencia de humor), quizás porque no acostumbro a entender una papa de sus trabajos (con la temible -en todos los sentidos- Tragedia Endogonidia a la cabeza), pero hay que reconocerle a este trasunto escénico de David Lynch un talento notable a la hora de crear imágenes poderosas y turbadoras, como islotes en un océano de inconcreciones brumosas. Inferno, primera entrega de la trilogía (vagamente) dantesca que presentó en Avignon 2008 y ahora ha recalado en el Grec, no puede comenzar mejor: Castellucci himself, protegido por un traje de entrenador canino, es atacado por una tríada de rugientes mastines (más buenos que el pan, claro está: deberían advertir al final que "ningún director italiano ha sido maltratado en el transcurso de este espectáculo"). Acto seguido, un escalador trepa, a pico, por la montaña que rodea el Grec, llega al bosque, sigue subiendo hasta lo alto de un abeto (cincuenta metros en total calculé yo) y desde ahí deja caer una pelota de baloncesto que resuena contra el suelo como una cabeza recién cortada (la de Toby Dammit, probablemente) y es recogida por un chavalete: acojona de verdad, como diría Ciges. El tercer gran momento sobreviene veinte minutos después, cuando una devoradora masa negra, hinchada con aire caliente, repta, crece, y se cierne sobre una caja de espejos (muy similar al chiqui-park de Ikea) donde un grupo de infantes juegan ajenos a la amenaza: un esqueleto camina luego a cuatro patas, y el musicazo Scott Gibbons despliega su habitual partitura de truenos lejanos, crujidos eléctricos, gorigoris funerales y baladas para loza quebrada y torno de dentista. En cierto modo, el teatro de Castellucci es terapéutico: te evita unas cuantas pesadillas porque las sueña por ti y te las planta ante el consciente. El resto de Inferno me interesó menos. Desfilan sesenta o más figurantes, no sé yo si almas perdidas recién llegadas al Hades o pre-muertos a secas, porque en la escena final, que también tiene lo suyo, van a degollarse entre ellos como si fueran discípulos de Jim Jones en la Guayana. Hay un piano que arde, a modo de pira funeraria, en memoria de los actores fallecidos de su compañía, la Societas Raffaele Sanzio: la noche que vi la función, el fuego danzó también en honor de Pina Bausch. Entre las cosas que no pillé está la reiterada aparición de un actor con las gafas y el pelo albino de Warhol, de quien, en unos letreros, se celebran sus obras. ¿Es Virgilio? ¿Es Lucifer? Podría ser Lucifer, porque cada dos por tres el cabrito nos machaca los ojos con los cegadores fogonazos de magnesio de su Polaroid. La semana que viene veo Purgatorio. Me han dicho que ésa da yuyu de verdad, que a su lado Inferno es un paseíto campestre. Ya les contaré. -
La ruta blava, de Josep Maria de Sagarra. Teatro Romea. Barcelona. Hasta el 2 de agosto. www.teatreromea.com/
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