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Columna
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Ahora que es verano

Lo recuerdo muy bien, pese a las muchas jugarretas que la memoria me ha hecho desde entonces. Hace muchos años, apenas comenzado el verano, mi madre llevaba a media mañana a la mitad de su descendencia (cuatro especímenes maleducados de diversa edad y condición) en el tranvía hasta los merenderos de la Malva-rosa, especialmente a uno que se llamaba El Aragonés, situado casi al lado del rompeolas del puerto, donde casi todo era barato y parecía estar muy bueno. A veces acudíamos allí con algunos vecinos y sus críos, de modo que bien podíamos juntarnos como una docena de presuntos clientes que se instalaban a la sombra del cañizo, juntaban dos y hasta tres mesas, y se disponían a pasar allí tranquilamente el resto del día a la fresca y con lo puesto, ante la inquietud del único camarero que servía las mesas, hijo del dueño del chiringuito, que invariablemente nos mirada como el que rumia con disgusto para sus adentros: "Ya están aquí estos". Estos, o esos, éramos nosotros, claro, y su cabreo no carecía de cierto fundamento ético y hasta económico, no tanto porque en vano esperaría la propina que estaba seguro de percibir en mesas menos concurridas a cambio de sus impecables servicios sino porque su experiencia de gaviota avezada le bastaba para abrigar el convencimiento de que, llegada la hora de la comida, nos valdríamos de las fiambreras traídas de casa sin hacer otra comanda que una botella de vino de mesa con gaseosa y algunos vasos de agua fresca del grifo para los críos. Venían entonces las protestas, mientras comíamos a toda prisa: que si nos creíamos que eso era posible, que cómo teníamos la cara dura de ocupar dos y hasta tres mesas para no pedir más que vino con gaseosa, discusión que mi enérgica tía Encarna acostumbraba concluir pidiendo un helado por cada par de críos, una infusión de boldo (a sabiendas de que allí ni sabían qué era eso) y murmurando (para sus adentros, aunque segura de que el camarero no podía dejar de oírla) que, a fin de cuentas no había visto en la entrada ningún letrero que indicara que El Aragonés tenía reservado el derecho de admisión. Mientras duraba la trifulca, los críos aprovechábamos para liquidar algunas peladuras de gambas o raspas de sardinas que todavía reposaban en los platos de otras mesas antes de correr hacia las olas tranquilas de la playa recogiendo conchas todavía con espuma para hacer collares que regalaríamos a nuestros amigos. Así las cosas, no me extraña nada que los merenderos ya no existan y que los chiringuitos se hayan convertido en onerosos restaurantes de segunda línea de playa, como todo, donde el derecho de admisión al fin está reservado como merece.

He recordado todo esto y algo más al hilo del magnífico reportaje de Juan G. Bedoya sobre las trampas y miserias del Estado del Bienestar publicado el domingo pasado en estas páginas, donde se insiste en la esforzada labor de Cáritas y de las Casas de Caridad en estos tiempos de crisis inducida por los trapaceros habituales y sus políticos de guardia. A fin de cuentas, también de niño fui cliente sin tarjeta visa de la Casa de Caridad, y aún recuerdo a mi madre haciendo cuentas sobre el coste de una paella doméstica para siete personas en vísperas de Navidad, empresa imposible porque el cálculo ascendía a 25 de las antiguas, y sin embargo eternas, pesetas. Ahora viene a ser lo mismo, quien lo diría, y es de esperar que no vaya a más. En las puertas de los supermercados puede verse a inmigrantes emprendedores (no tanto como los que le encantan a Vargas Llosa) que tratan de llevar algo al carro de la compra solicitando a los que entran cualquier contribución en especie, por mínima que sea, a su salida. Será por desdén hacia las alegres colas de la casa de caridad. O porque disfrutan demandando algo de comer antes que recurrir al estigma de pedir limosna. Será.

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