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Columna
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Lo más natural

Según el último estudio del Observatorio Vasco de Inmigración, la percepción que nuestra sociedad tiene de la población extranjera no sólo se sitúa en un nivel de aprobado raspado, sino que tiende a degradarse. Cada vez son más los vascos que piensan, por ejemplo, que los inmigrantes abusan de las ayudas sociales; o que de algún modo los asocian con la inseguridad ciudadana. Es decir que, lenta pero sostenidamente, decrece entre nosotros la aceptación y aumenta la desconfianza hacia los inmigrantes. Lo que resulta particularmente inquietante si tenemos en cuenta que en Euskadi el porcentaje de extranjeros es aún bajo (6,1%) y que va a ir en global lógica a más. Y que la crisis no va a escampar mañana mismo, con lo que eso implica de dificultades y tensionados sociales. Parece pues urgente hacer un esfuerzo público-colectivo por situar las percepciones sobre la inmigración en su sitio, porque entiendo que están en más de un sentido y debate deslocalizadas. Devolverlas a su sitio es ajustarlas con la realidad, porque muchas de las impresiones sociales que el citado estudio revela son inexactas. Y resulta llamativo que contribuyendo los extranjeros como el que más (según el Gobierno vasco en 2006 cada inmigrante aportó 1097 euros más que cada autóctono), a la riqueza común, muchos vascos sigan creyendo que se aprovechan de la protección social; o que hay tres veces más inmigrantes de los que en realidad viven en Euskadi.

En mi opinión -y dejando a un lado el hecho de que aquí en materia de identidad nos hemos pasado mucha vida social ahogándonos en un vaso de agua-, éstas y otras distorsiones se deben a un sobredimensionado informativo y mediático del fenómeno, en el sentido de que muchas noticias se deslocalizan o se focalizan sobre la inmigración. Y estoy pensando, por ejemplo, en la violencia de género donde se ha vuelto habitual señalar la nacionalidad siempre que la víctima o el agresor son extranjeros; como si el maltrato a las mujeres no tuviera en todas partes su propia denominación de origen. O en la delincuencia juvenil, que recibe tratamientos más o menos subrayados según la procedencia de los infractores; como si nos hubiera hecho falta la llegada de menores extranjeros para ver a jóvenes insegurizando nuestras calles.

Es muy infrecuente, por no decir insólito, encontrarse con un tratamiento de la inmigración que no incluya, además de esos desajustes de escala, alguna forma de utilitarismo (debemos aceptarlos porque nos conviene) o de problematización. Entiendo que la sostenibilidad y la felicidad sociales pasan por corregir esos abordajes, por sustituirlos por visiones precisas (que impidan la instalación de falsos estereotipos), mestizas o no compartimentadas (que permitan soluciones globales), y sobre todo nutridas de otros ingredientes: como el enriquecimiento cultural que supone; o la simple naturalidad. Porque eso es la inmigración, lo más natural del mundo.

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