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DON DE GENTES
Columna
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Dios ha muerto

Elvira Lindo

De un tiempo a esta parte un número considerable de pensadores dedican sus desvelos intelectuales a demostrar que Dios no existe. Vano esfuerzo. Dios existe y está en todas partes. Se hace visible en una mezquita, en una iglesia o en una sinagoga, pero también en un mitin político o en un concierto de rock. No puedo comprender cómo investigadores tan brillantes no son capaces de calibrar que el ser humano está loco por creer en algo. No descubro nada, también está muy estudiado que las ideologías absolutas ordenan la vida de sus militantes de la misma forma que lo hacen las religiones. Esta semana pasada vivimos la definitiva ascensión a los cielos de Michael Jackson. Los medios de comunicación se rindieron al culto del Dios del Pop (lo de Rey se queda corto). Nada de esa atención es inocente. Saben que, de vez en cuando, los periódicos han de convertirse en hojas parroquiales e informar del martirio, de la sábana santa y de todo el merchandising religioso que nos deja. Hay en este nuevo Dios muchas razones para ser admirado. Si Cristo nos legó su palabra, Jackson nos deja una colección de canciones memorables; si Cristo se hace presente en el vino y en la hostia consagrada, Michael tiene un medio infinitamente más atractivo e ilimitado: el ciberespacio. El mundo está lleno de creyentes, sí. Más que observar a los dioses, los estudiosos del comportamiento humano deberían centrar su atención en los creyentes. Al creyente no le basta con admirar: tiene que convertir en simbólico cualquier acto de su ídolo. He llegado a leer en estos días que si el cantante se sometió a operaciones de cirugía estética que le disfiguraron la cara fue para imponer su voluntad contra lo que le había marcado la genética: o sea, un acto soberano de libertad. La vieja historia, lo que los americanos llaman "construirse a uno mismo"; un principio que contiene el aspecto positivo del amor propio y el esfuerzo, y ese otro lado negativo, que ha intoxicado la palabra libertad y que consiste en pensar que uno puede ir más allá de sus limitaciones. El capricho entendido como derecho. He llegado a leer esta semana que el Dios del Pop fue un niño desgraciado y pobre. En fin, esa infancia es compartida por millones de niños en el mundo que por mucho que se destrocen los pies bailando y la garganta cantando nunca saldrán de su anónima pobreza. En España, sin ir más lejos, casi todos los abuelos que hoy vemos en los bancos o las abuelas que muestran su empecinada afición por la cultura, los que cuidan a sus nietos, los que sostienen en gran parte nuestra economía, sufrieron el hambre y la Guerra Civil. O bien han superado aquel dolor o bien les ha servido para ser más felices. He leído que el Dios del Pop padecía una incurable melancolía, que era un ser sensible y que guardaba en su interior el niño que no pudo ser. Aquí, lo confieso, tengo que reconocer mi incapacidad para empatizar con la desgracia de los que lo tienen todo. ¿Es eso crueldad? Estoy segura de que algún día neurólogos, biólogos, psiquiatras, estudiarán el efecto que ejerce sobre las celebridades la adoración ilimitada de sus fanáticos. No creo que las personas estemos preparadas psicológicamente para actuar con cordura cuando todos nuestros caprichos son atendidos. Casoplones como palacios, hijos que se compran sin que nadie tenga que concederles un permiso. He leído que Dios tenía muchas deudas. No lo dudo. Tampoco dudo de que a pesar de ellas sería multimillonario. He leído que no pensaba en el dinero. Es un lujo que pueden permitirse los que lo tienen. He leído que murió siendo un niño. Tal vez éste sea el mayor de los caprichos: la juventud eterna. Cada vez que me doy un paseo por Madison Avenue me cruzo con millonarias de setenta años que se han desfigurado la cara. No conciben que no puedan retrasar con dinero el paso implacable del tiempo. "Michael Jackson", me dice un amigo americano, "era un señor de cincuenta años al que todos tratamos, incluso después de muerto, como si fuera un niño". Y al que todos compadecemos como si fuera pobre, como si fuéramos de alguna forma culpables de su soledad peterpanesca. No sé si es un acto de libertad que un joven guapo negro se transformara en un hombre extraño y descolorido. Para mí la libertad hubiera consistido en disfrutar de una naturaleza que le concedió muchos dones. La felicidad también reside en la contención de los deseos. Eso sí, el otro día utilicé la palabra "loco" para definirlo. La defensora del lector escribió que debemos ir desterrándola de nuestro vocabulario (escrito). En mi deseo de no ofender, la retiro; aunque, en mi caso, cuando decía "loco" no hablaba de enfermedad mental sino de una patología social, la que viene de hacer continuamente lo que a uno le venga en gana, sin límites, sin ejercer la autocrítica. Todos los que tienen poder acaban padeciendo esa locura. Estos días la banda sonora de los taxis de Nueva York era Michael Jackson. Siempre me dispara el ánimo. La mente se me llena de recuerdos y el corazón de alegría. Pero lo que no puedo sentir es lástima o pena. Sólo soy una admiradora. La fe me la reservo para otras cosas. Quiero creer en la bondad humana, que es la fe de los tontos.

Si Cristo legó su palabra, Michael Jackson nos deja una colección de canciones memorables
Tengo que reconocer mi incapacidad para identificarme con la desgracia de los que lo tienen todo

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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