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Tribuna:La firma invitada | Laboratorio de ideas
Tribuna
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¿Tienen las empresas derecho a crecer?

Todas las sociedades libres reconocen el derecho a la libertad económica, el derecho a crear empresas sin más límite que el que puedan establecer las leyes.

Si hay muchas o pocas empresas en un determinado sector es una cuestión que tiende a regular el propio mercado en el marco de la legítima competencia entre ellas sin que sea aceptable que medie el favor político.

En la Comunidad Europea (¿seguimos siendo comunidad?) se ha ido al límite al regular el marco legal de la concurrencia empresarial estableciendo no sólo los criterios liberales del derecho a crear empresas, sino el derecho a desarrollar la actividad sin interferencias ni obstáculos arbitrarios y así el Derecho de la Competencia, que tutelan intensamente diversos organismos, entre ellos nuestra prestigiosa Comisión Nacional de la Competencia, se ha convertido en el marco legal definidor de los límites que en su actividad deben respetar las empresas.

No hay motivo para que la obra pública se licite con un alcance y costo que inhiba a las empresas medianas
Se genera más empleo en dos obras de autovías de 50 millones de euros que en una de 100 millones

De esta forma, el principio de la libertad y el de mérito y capacidad han venido a informar el desiderátum legal con objeto de que las empresas se desarrollen en el marco de la competencia legal, sin distorsiones artificiales del mercado.

Considero que la expresión "el derecho a crecer de una empresa" sintetiza correctamente este conjunto de valores. Si una empresa se esfuerza, investiga, lo hace bien, respeta la ley, compite con éxito, parece que consolida su derecho a crecer incluso a costa de aquellos competidores perezosos, que descuiden la calidad o que lo hagan mal. Creo que nadie discutirá el derecho de una empresa a evolucionar y a crecer en ese marco y contexto de competencia. Ha de darse a cada cual lo suyo.

Exactamente estos principios son los que me guían para suscitar estas reflexiones, sin duda polémicas para algunos, ante la opinión pública en el marco de las actividades económicas de la obra pública y de la creación de infraestructuras.

La observación de este sector económico y empresarial desde la perspectiva de las empresas medianas de obra pública me ha deparado la sorpresa de que los viejos prejuicios subsisten y se recrean incesantemente haciendo necesaria la labor ordenadora y reguladora de la ley, y es que el fuerte es muy sensible y delicado ante las molestias que le puedan causar otros. Manifiestan, por ejemplo, que sobran empresas. Dicen, por ejemplo, que unos son contratistas y otros subcontratistas, y que cada uno debe aceptar su misión en la vida.

Puede que sobren empresas, quién sabe. El problema es saber cuáles son las que sobran en un mercado que no es ilimitado o cuáles deben ceder espacio. Yo propongo que sean las que descuiden los principios de mérito y capacidad, las que no sean capaces de sostenerse en el marco estricto de la competencia. Así de simple, así de difícil. El dilema es fácil de expresar pero complejo de resolver frente a prejuicios, hábitos, costumbres y prácticas.

Las 31 empresas de obra pública agrupadas en AERCO (mañana serán 33), todas ellas calificables como "empresas medianas", son muchas de ellas tradicionales en el sector. Tienen antigüedad, mucha ingeniería, recursos humanos, medios técnicos, canteras, maquinaria, plantas. Digamos que no sólo se sienten, sino que son capaces de hacer cualquier obra.

Disponen de otra cualidad muy interesante, y es que han sabido crear mucho empleo fijo: generan más empleo fijo por unidad inversora que las grandes empresas organizadoras de obra.

Sin embargo, y más en las circunstancias económicas actuales, las empresas medianas pueden tener un límite financiero para afrontar retos. Da lo mismo si realizan mucho gasto en I+D+i, si cotizan intensamente por empleo fijo cualificado, si son puntuales y eficaces cuando crean una infraestructura: la capacidad para abordar los costes financieros y de liquidez que exige una obra puede constituir un límite si el diseño de tal obra alcanza dimensiones que determinen costes financieros inalcanzables para una empresa mediana.

Sostengo que no hay motivo alguno para que las obras públicas se liciten con un alcance y costo que inhiba la participación por razones financieras del conjunto de empresas medianas del sector. No se trata, como es lógico, de defender un modelo de proyectos que adolezcan de insuficiente funcionalidad, sino de atemperar la magnitud de aquéllos.

Éste es el gran reto que planteamos. Si en medio de esta crisis, en la que incluso empresas poderosísimas van con una mano por el suelo y otra por el cielo tratando de atrapar todo contrato que se encuentre al alcance, por modesto que sea (el exitoso plan del presidente del Gobierno ha ofrecido ejemplos significativos de ese fenómeno), si no establecemos condiciones objetivas para que el peso de esa crisis pueda ser soportado con algo de equidad entre unas y otras empresas, entonces tendremos muchos problemas aunque no se reflejen en la Bolsa.

Hay dos razones más y éstas de pura justicia para pretender que las obras públicas en general sean de financiación presupuestaria o las financie inicialmente el sector privado, tengan cada una de ellas una dimensión no exagerada (la frontera puede estar en los cincuenta millones de euros), sin perjuicio de excepciones posibles. Estas razones se llaman empleo y competencia.

Las obras bien dimensionadas, con un límite ordinario de unos 50 millones de euros, producen dos efectos bien palpables y positivos: en primer lugar, generan más empleo. En segundo lugar, favorecen la competencia y la concurrencia de más empresas.

Más empleo se genera, sin duda alguna, en dos obras de autovías de 50 millones de euros que en una de 100 millones de euros. Es una opción interesante porque no estamos en un límite que afecte a la funcionalidad de las obras y de los trayectos de las infraestructuras.

Estas obras de dimensión grande pero con el límite razonable expresado generan más empleo que las obras de más dimensión y ello es de importancia si coincidimos en que las obras públicas, como inversión productiva, constituyen una medida paliativa frente a la crisis actual.

Y además favorecen la competencia, valor que no gusta a todo el mundo y que volvemos a recordar. Con la excepción de actuaciones muy singulares, que pueden exigir un diseño especialmente grande, me parece conveniente que el tamaño de las obras tenga esa dimensión razonable que permita que puedan competir para su realización un buen número de empresas, por cuanto hay evidencias de que, en consecuencia, una dimensión exageradamente grande para las unidades de licitación de obra pública disminuirá drásticamente las posibilidades de las empresas medianas de concurrir, en perjuicio lógicamente del empleo y de la salud de la economía.

Es éste el contexto en el que grandes y medianas empresas deberían concurrir, competir y ganarse el puesto en el escalafón que cada cual desee, y el interés general obtendrá indudablemente beneficios de tal competencia que nuestro ordenamiento teóricamente preconiza.

Lo curioso es que este debate se produce en unos tiempos en los que hay empresas que desean y piden públicamente el aval del Estado para poder abordar grandes obras, dada la falta de liquidez actual.

Pues concluyo: si el Estado avala a los contratistas, todavía hay más motivo para que todos compitamos y concurramos en unas licitaciones de tamaño moderado, y de esta forma el aval garantizaría más y mejor competencia entre las empresas.

El Estado debe proteger la igualdad de oportunidades y favorecer la razonable competencia necesaria en nuestra economía y yo tengo una gran confianza en que este mensaje suscite apoyo y comprensión en quienes detentan el poder de decisión.

Javier Sáenz Cosculluela es abogado y presidente de AERCO.

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