La heroína de ojos fríos
Nadie medianamente sensato ha intentado generalizar cuáles son las normas fijas para el placer de leer. Lo más ajustado, lúcido y hermoso que me han contado sobre ese placer solitario, sobre sus rituales y su atmósfera, sobre la naturaleza opiácea, el refugio emocional y el poder salvador de los libros me lo ha narrado Italo Calvino en las páginas iniciales del título más sugerente, inquietante, poético y hermoso que ha llevado nunca un libro. O sea: Si una noche de invierno un viajero.
A partir de épocas laboriosas en mi existencia, cuando logré alimentarme todos los días gracias a ese trabajo tan gratificante de escribir de lo que te gusta, soportas o padeces, cuando aparece en letra impresa eso tan tenso de tu nombre, cuando adquieres el miedo o la consistencia de la responsabilidad profesional, de que vas a dejar de cobrar todos los meses si te metes en un lío, dejé de robar libros, la sensación más adrenalínica y voluptuosa de mi adolescencia y primera juventud, practicada exclusivamente en los grandes almacenes y con el riesgo de que un guardia excesivamente concienciado te abriera la cabeza y te fichara como un subversivo ladrón, sólo comparable en su intensidad a las primeras seducciones amorosas y al full, el poker o la utópica escalera de color que te entra en las últimas manos del amanecer cuando llevas toda la noche palmando, cuando el ambiente, la estadística, la lógica y el destino te aseguran que estás maldecido por los caprichosos dioses. Mangar esa droga del alma, inventarte tácticas para sortear el acecho de los guardianes llevando a escondidas en tu cuerpo las obras completas en piel de Shakespeare y de Faulkner, de Baroja y de Chandler, de Stendhal y de Valle-Inclán, de Stevenson y de Melville, de Fitzgerald y de Poe, sentir que al llegar a tu casa y pasar páginas, o detenerte obsesivamente alrededor de una frase, o asumir gozosamente que lo que les está ocurriendo a los personajes de una novela es lo mismo que te pasa a ti, o tener miedo de que llegue el desenlace porque eso equivale al crepúsculo de un placer infinito, o saber que en la realidad todo es una tierra baldía que se transforma en algo lleno de vida, aventura, emoción y plenitud por el protagonismo de la imaginación, de la narrativa, de volver a contar el mundo, de lograr con el efecto de la droga más potente que se adormezcan tus penas, que los dolores y las alegrías de seres de ficción sean los tuyos, que luches contra el parpadeo de tus agotados ojos exigiéndoles que lleguen al final del capítulo, dormirte y desesperarte con la sensación de que te espera algo maravilloso, de que el hielo o el bochorno del mundo exterior no van a destruirte porque la literatura te está acunando, protegiéndote, haciendo habitable tu acorralada isla.
Ese placer no es traspasable. Tampoco debes mentirte a ti mismo en tu vida secreta, aunque siempre he conocido a farsantes con carnet de progresismo o de modernidad que se imponen la fatigosa obligación de devorar y recitar lo que en ese momento conviene leer, tirarse el rollo, utilizar algo cuya esencia es la ensoñación para construir obligaciones realistas sobre lo que dicta la moda, o esa cosa tan inane como repulsiva denominada tendencias.
Y ocurre que iletrados y exquisitos consumen con naturalidad o con mala conciencia una cosa llamada best sellers, que le acompañe a la aristocracia y a la plebe la adicción a un autor, a un mundo que tal vez no sea un prodigio estético, pero que ha conseguido mantenerte insomne hasta el final.
Hablo del difunto Stieg Larsson, de un buscador de nazis que no paladeó la gloria de su memorable creación y que nos descubrió con buen estilo, con una prosa cuidada aunque accesible a cualquier tipo de lector, con suspense y sentido descriptivo, con aroma y magnetismo, e hizo adictivas las brumas de Suecia, el mal rollo y la oculta podredumbre que puede existir en al país más civilizado, pero sobre todo la enamorable aparición de Lisbeth Salander, de la compleja heroína de ojos fríos y expresión inalterable en los tiempos modernos y temibles, una hacker tatuada, diminuta, sexy, rencorosa, justiciera, sociópata, bisexual, desesperada, reivindicativa, autista ante compromisos sentimentales, brutalmente eficaz.
Y sabes que Los hombres que no amaban a las mujeres, ese tomo adictivo para cualquier sensibilidad, esa historia de buenos y de malos (como todas las grandes historias, aunque las virtudes de los héroes puedan ser tenebrosas), ese retrato de nórdicos asesinos en serie, de violadores impunes, de periodistas con conciencia y de un ser marginal y aparentemente frágil al que su sabiduría sobre la tecnología y su libertaria moral pueden convertirla en Terminator, esa mujer de ojos fríos y expresión dolorida, con irreparables fantasmas y determinación kamikaze, son carne de cine.
Y piensas que Hollywood es el propietario natural de un relato literario que ha pillado masivamente a los lectores de cualquier parte, que estrellas sajonas de toda la vida, hablando en inglés, facialmente restauradas, van a dar vida al sabueso que perseguía corrupciones, al anciano capitalista que jamás se acostumbró a la inexplicable pérdida de la inocencia que amaba y a la punk expeditiva que sabe que un ordenador puede ser más letal que un misil. Pero los suecos se han adelantado con los anhelados derechos de autor y ruedan con un director nativo, con un ambiente realista, en los paisajes naturales que recrea la novela, con el ritmo nórdico que exige esa trama de horror, con actores, tonos y acentos que jamás huelen a impostura, una película más que aceptable, inteligentemente fiel al material literario, protagonizado por una señora que se parece enormemente a la imagen, la voz, la gestualidad, los movimientos, el espíritu, el atormentado mundo interior, las cicatrices, el pavor al compromiso afectivo, el inaplazable sentido de la venganza, de una heroína tan turbia, insólita, compleja y magnética llamada Lisbeth Salander. Y conté los días antes de la llegada a las librerías españolas de la tercera aventura de esa solitaria letal que encarna las pesadillas de los hijoputas que maltratan a las mujeres, a los niños, a los débiles.
La reina en el palacio de las corrientes de aire. Tercera parte de la trilogía Millennium, de Stieg Larsson. Traducción de Juan José Ortega Román y Martin Lexell. Destino. Barcelona, 2009. 864 páginas. 22,50 euros. La reina al palau dels corrents d'aire. Traducción de Pau Joan Hernández. Columna. Barcelona, 2009. 848 páginas. 22.50 euros. Salió a la venta el pasado jueves. Los hombres que no amaban a las mujeres, película sobre la primera entrega de la serie, dirigida por Niels Arden Oplev y protagonizada por Noomi Rapace y Michael Nyqvist, está en cartel. La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, segunda parte, dirigida por Daniel Alfredson, se estrenará en septiembre.
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