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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La casa que Shaw construyó

Marcos Ordóñez

Heartbreak House, que el Nacional catalán acaba de estrenar (La casa dels cors trencats) con una formidable puesta de Josep Maria Mestres, es puro Bernard Shaw: un cruce de alta comedia y alegoría mensajística, tan brillante como pelmaza (o viceversa). Y tan rara como él, singular pacifista que mutó en bolchevique. Su asunto es la suave decadencia de la clase dirigente británica, encerrada en una burbuja, de espaldas a la realidad del país. La escribió en 1916, en plena Gran Guerra, pero no la estrenó hasta 1921, al parecer para no ser acusado de derrotista durante el conflicto. A la chejoviana usanza, los ricachos de la función son una gente encantadora, liberal, cultivada, pero atrapada en un carrusel de ficciones que malocultan su banalidad, su tedio, su vacío vital. Shaw inaugura un género que, con muy distintas miradas, frecuentarán Granville-Barker (Waste), Virginia Woolf (Mrs. Dalloway), Huxley (Chrome Yellow), Waugh (Bridgeshead Revisited) y Priestley (An Inspector Calls). El personaje estelar de Heartbreak House es el capitán Shotover (Pep Cruz), indisimulado portavoz del autor: un viejo león dionisiaco, que pilota una casa-barco a la deriva (la antigua Inglaterra, otrora poderosa, etcétera); un nihilista lúcido y delirante, que bebe como un cosaco a fin de "mantenerse despierto y alerta" y acumula dinamita en su jardín para "hacer saltar todo por los aires". Tiene dos hijas que hacen del encanto su arma más mortífera. Hesione (Carme Elías) perdió la pasión y ha convertido a su marido en un animalito doméstico, pero todavía anhela seducir por juego, tramar intrigas, vivir emociones vicarias. Su hermana, Lady Ariane Utterwood (Silvia Bel), de corazón pétreo, huyó de la casa para casarse con un jerarca colonial y vuelve para reclamar el amor paterno. Los varones son niños eternos o mal crecidos, que viene a ser lo mismo. Hector Hushabye (Abel Folk), esposo de Hesione, fue un hombre de acción y ahora un mero contador de historias que viste y se comporta como un galán de película romántica; Randall Utterwood (Santi Ricart), cuñado de Lady Ariane, es un seductor petimetre (o viceversa); Mazzini Dunn (Artur Trías), un idealista fracasado. El presunto malo, Boss Mangan (Pep Anton Muñoz), es otro crío que juega a capitalista sin escrúpulos. Todos juegan, todos fingen, todos caminan como sonámbulos perdidos en un sueño mal soñado. Ésa es la gran baza tonal y estilística de la función, pero también su mayor lastre, porque es cosa difícil dotar de realidad a unos personajes concebidos desde la fantasía alegórica, para no hablar de lo difuso de su objetivo último. No hay ningún problema durante el primer acto, pródigo en equívocos y paradojas: un enredo delicioso a la manera de Wilde que parece anticipar el universo de Wodehouse. El lío empieza cuando los personajes han de seguir los pies forzados que les dicta el autor. El ejemplo más palmario es Ellie (Anna Ycobalzeta), la hija de Mazzini Dunn, condenada a dar un triple salto mortal en menos de veinticuatro horas: llega como una ingenua, enamorada de un icono novelesco; cae del burro y decide casarse por pasta con Boss Mangan, y al final de la noche le da un arrebato platónico-místico que le llevará a unir su destino al del viejo Shotover. Shaw escribía sus obras sin plan previo, tal como le iban saliendo, y Heartbreak House es una muestra suprema de las cimas y abismos de tal procedimiento, que impregna la obra de una alegre y constante libertad inventiva (¿necesita que un personaje se quede quietecico mientras le ponen verde? Se le hipnotiza y ya verás como no se mueve del sillón), pero también la vuelve arbitraria, inverosímil y tediosa. Cimas y simas suelen ir de la mano: tras la extraordinaria escena de la conversación entre Ellie y Shotover, verdadero núcleo y clímax del segundo acto, que como tal clímax debería acabar ahí, se saca de la chistera a un ladrón chestertoniano (Carles Sales) para que largue una nueva ración de paradojas y encarne, de modo harto pintoresco, a la "clase oprimida": no es extraño que la velada se le acabe poniendo en más de tres horas. El tercer acto junta a todos los personajes en el jardín de la casa para que desnuden sus almas, pero para mí que, salvo un par de revelaciones, ya lo han dicho todo o casi todo, incluida la invocación de Hector a los cielos ("¡Cae, cae y aplástalo todo!") que cierra el acto anterior. Es un acto, pues, demasiado recapitulativo, salvado por la atmósfera: más que en Chéjov, modelo obvio, uno piensa en personajes de una novela de Drieu o Sachs en una finca de Vichy, esperando la llegada de los bárbaros pour se changer les idées. Heartbreak House no tiene la potencia ideológica ni la cohesión argumental de Major Barbara, para mi gusto su mejor paradoja combativa, pero Shaw siempre ofrece un buen puñado de escenas para disfrutar y remascar luego. Hay que añadir a eso los superlativos valores del montaje, una de las mejores producciones del Nacional catalán. La casa dels cors trencats cuenta con: a) una inmejorable traducción de Joan Sellent, caballero que lleva años mereciéndose un monumento; b) la impresionante escenografía -la casa/navío- de Alfons Flores, el vestuario eduardiano de Maria Araujo, la delicadísima iluminación de Ignasi Camprodón, y la música casi wagneriana de Juan Manuel Galiano: todo un alarde de exquisitez y sentido del detalle, y, por encima de todo, c) la dirección de Josep Maria Mestres y el trabajo de la compañía. En el segundo apartado no hay ni una pega: Pep Cruz sirve la mejor interpretación de su carrera como Shotover, pero todos sus compañeros (y no me olvido de la veterana Carme Fortuny como Tata Guiness) no le van a la zaga en excelencia: corran a verles y aplaudirles, porque se lo merecen. Única colleja para Mestres: convertir el jardín en un campo de fútbol (si al menos fuera de cricket...) es una marcianada. Y la resolución del bombardeo final hace pensar en una piñata de la que caen gigantescos caramelos azules o en el diluvio de papelines que remató en Roma la victoria del Barça.

Todos juegan, todos fingen, todos caminan perdidos en un sueño mal soñado

La casa dels cors trencats. Teatre Nacional de Catalunya. Hasta el 21 de junio. www.tnc.cat/

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