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Columna
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Ullán, ave del paraíso

Estamos en los bancos de madera del crematorio de la Almudena, sentaditos en sus bordes como filos, apretaditos como terrones de arcilla, enjugando lágrimas que nos duelen como si rodaran guijarros por nuestras mejillas. En el primer banco, a la izquierda, están sus hijas, Alba y Eva, y su marido, Manuel Ferro. ("Multiplicación: altar del sacrificio, de la superstición y del desprendimiento. / Necesidad durable. Borrador perpetuo"). Los demás nos ponemos donde caemos ("Caer en la cuenta. / Caer"), en picado, con un susto de ángeles ("Aceptar el temor por sólo hallar espacio en lo indeterminado, franja de entendimiento (no hay culpa) entre la pesadilla y la serenidad"). No hay manera de que nuestra ubicación no sea azarosa, azorada ("Azorarse. / Concentrarse, vaciarse"). Hay poetas que sólo conocen los poetas y ex ministros que todos han visto alguna vez: unos y otros con las manos cruzadas sobre el regazo, muy juntitos los pies, muy formalitos porque la muerte, ajena a protocolos, está pasando lista. ("La llamada (el anhelo) incluye un dedo índice que nos señala y, al mismo tiempo, nos mantiene a distancia"). Se ha pasado.

Estamos en los bancos del crematorio de la Almudena, sentaditos en sus bordes como filos

Es completamente absurdo que haya muerto José-Miguel Ullán y todo sea tan pequeño, tan simple. Que todo pase y todo quede en un cuarto de hora; menos: ¿cuánto dura el correrse de un telón -de cuyo color no puedo acordarme-? ("Por ejemplo, el azul / -cierto azul- / Percibirlo así: telón de fondo para Buda y entorno ilimitado para el Dios de Moisés"). Es absolutamente inconcebible que el domingo 24 de mayo de 2009, a las 19.15 en punto de la tarde, en el crematorio del cementerio de la Almudena y más allá, mucho más allá, no suceda un cataclismo evidente, algo descomunal. Si me hubieran preguntado, habría predicho: estábamos en el ombligo del mundo, porque Ullán había muerto y habíamos ido a cumplir con esa incierta despedida, cuando de pronto el más intenso aroma a azahar y laurel inundó el aire, agitado por el vuelo de nueve águilas doradas que, súbditas, reverenciosas, planeaban por sobre el rumor de una cascada cuyo agua surgía más pura que la de Castalia; y entre las hojas de plata de un inédito monte cuajado de olivos crujía una melodía de liras y un silbido de flautas que iban dando paso a un susurro creciente, ascendente, paulatino, que fue llenando, elemental, cada partícula del cuerpo de los presentes y se volvió reconocible cuando de las grietas abiertas del Cielo y de la Tierra brotaron las voces, al unísono, de Rocío Jurado y Blanca Rosa Gil y Myrta Silva y Paquita la del Barrio y María Luisa Landín, náyades, oceánides o nereidas, diosas, musas formando el más fabuloso coro, el más desgarrador. Como lo oyes, habría añadido. ("Recordar a Roland Barthes escuchando una canción de Lara en la voz (en blanco, encinta, abriéndose camino) de Elvira Ríos: 'Azul como una ojera de mujer / Como un listón azul-azul de amanecer...").

Pero no. Aunque la noche de la muerte de Ullán hubo en Madrid rayos, truenos y centellas, literales como un parte de defunción o como un grabado de William Blake ("Asomarse al lado oscuro del relámpago / visto y no visto: / la vastedad borrada por la expresión"), al día siguiente estamos sentaditos los poetas en esa sala desmedidamente pequeña, apretaditos los ex ministros en esos bancos excesivamente estrechos, formalitos todos frente a esa cruz demasiado cristiana que queda a la derecha del padre de Alba y Eva ("Desamparo. / No llegar a ser... religioso: darle a la naturalidad su ofrenda, su ser, su incertidumbre"). Y Miguel Casado, poeta y crítico brillantemente curtido en toda suerte de discursos y conferencias y exposiciones, se acerca sin embargo al estrado haciendo de tripas corazón, amigo, expuesto, minúsculo también ante la inmensidad de lo que no está sucediendo, y lee un poema de José-Miguel Ullán. Terrones y guijarros, lo único formidable que en apariencia provoca su muerte alrededor: "Desprenderse de la mirada, adelantarse en alta noche a ella, tenderle nuestras manos temerosas, cerrarle con firmeza los párpados, desplazarla: acunarla, dejarla ir". Yo me distraigo pues no puedo evitar una mirada decepcionada con el mundo porque haya muerto Ullán y todo parezca tan sencillo como un terrón de arcilla, tan simple como un guijarro. No puedo evitar perder el hilo y después retomarlo, oír sus versos y no escuchar, de forma simultánea ("No descuidarse ni de la advertencia ni del deber. / No avergonzarse de pensar en dos cosas a la vez; no ver / merma al manifestar: / 'Así son las cosas'. O con Juan de la Cruz: 'Su origen / no lo sé, pues no le tiene"). Entonces veo ante mí un pájaro y una flor y son lo mismo: José-Miguel Ullán. Y oigo su voz: "Aligerar. Interceder. / Colmar una ausencia. Sugerir otra". Siempre Ullán.

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