La feria más hermosa
Llegan los días más bonitos del año a Madrid, que son los de la Feria del Libro, con sus tres fines de semana llenos de escritores y lectores que se juntan en el Retiro como las dos mitades de una naranja. A Juan Urbano, que siempre le han fascinado los rituales de la cultura, esos que hacen que miles o cientos o decenas de personas se reúnan en un estadio, un auditorio o una sala de conferencias a escuchar a un cantante, un actor o un poeta y compartir con ellos la fruta de la inteligencia, le parece maravilloso que exista esta costumbre de los libros firmados, el ceremonial de las dedicatorias que pone el autor en las primeras páginas de su novela, por ejemplo, y que, de algún modo, al poner allí el nombre del lector como quien deja caer una gota de tinta en un vaso de agua, lo transforman en otro personaje de la obra, le sellan el pasaporte de ciudadano del país de la ficción.
Hay que cambiar los planes de estudio, hacer que los estudiantes lean lo que no leen ahora
Juan Urbano lo ve de ese modo, cree que firmarte un libro es añadirte a él, y en esta época del año, unos días antes del primer sábado de la feria, suele repasar algunas de las dedicatorias que tiene en su biblioteca, sacar un libro en el que pusieron su dedicatoria y su firma Borges, del que aún recordaba lo delicadamente que trazaba su firma sobre el libro, como si creyese que era de cristal y se podía romper; o Rafael Alberti, que además hacía dibujos maravillosos, palomas, bailarinas o sirenas de colores, hasta que alguna Pájara Pinta le prohibió hacerlo argumentando que eso "bajaba su caché como pintor"; o Ángel González, con su caligrafía un poco infantil que, si lo piensas, tenía la misma voluntad de ser entendida que tienen sus poemas; o Vargas Llosa, que escribe las dedicatorias atravesadas y con letras decididas que se parecen a un apretón de manos firme...
Al mirarlas, Juan Urbano se acordaba del día que esos y otros maestros las hicieron, de la fila de lectores que esperaban pacientemente su turno, de la breve conversación con los autores, de sus dedos armados con un bolígrafo, moviéndose sobre la hoja de cortesía, y del momento de apartarse del jaleo y ver qué le habían puesto, de estudiar su letra... Lo fantástico de la Feria del Libro es que tantos miles de personas hagan lo mismo que él y mantengan esta maravillosa tradición viva.
La verdad es que en España se sigue leyendo poco, y que por desgracia en eso estamos al fondo de Europa, y tal vez la Feria del Libro debiera servir, entre otras muchas cosas, para que los políticos que deben de gestionar el desarrollo de nuestra cultura se den cuenta de que si eso ocurre, si se lee poco, no es porque a la gente no le interesen los libros, sino porque no los tienen al lado, enfrente, al alcance.
Hay que cambiar radicalmente los planes de estudio, hacer que los estudiantes lean lo que no leen ahora, convertir la literatura en una de las piedras angulares de la educación, en lugar de mantenerla como un adorno, un complemento. Hay que hacer planes de fomento de la cultura y ayudar a las editoriales lo mismo que ayudan a los bancos, que lo necesitan menos. Si no ocurre eso, sino todo lo contrario, será porque nuestros gobernantes creen que en este mundo la economía importa más que la cultura, que es la opinión de los bárbaros. En los años treinta, cuando los políticos se tomaban en serio la cultura y pusieron en marcha la Institución Libre de Enseñanza, la Residencia de Estudiantes, las Misiones Pedagógicas o La Barraca, el teatro ambulante que dirigía Federico García Lorca, todo eso dio lugar a la llamada "edad de plata", hizo que apareciera la generación del 27, que es el resultado de esa estrategia política y no algo surgido por casualidad, porque, más o menos a la vez, nacieran Alberti en Cádiz, Cernuda en Sevilla o el propio Lorca en Granada.
Ojalá que la Feria del Libro siga siendo la fiesta que es, pero que deje de ser la excepción que confirma la regla de que en España siempre se ha leído y se leerá poco. No es verdad, porque éste es un país de grandes lectores, que lo son hasta tal punto que, siendo tan pocos, son suficientes para mantener en pie una poderosa industria editorial. Lo que hay que conseguir es que el resto de los ciudadanos también se acostumbren a leer. Si eso sucede, todo irá mucho mejor.
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