Asomar la cabeza
Bouvard y Pécuchet, los inolvidables personajes de Flaubert reconocidos como dos de los más grandes idiotas de la literatura universal, se proponen en un momento dado de su peripecia intelectual dar con las claves del arte. Arrancan por el teatro, que levanta pasiones, y deciden estudiar sus recursos. A ello se aplican con su cerrazón de copistas. Pronto se dan cuenta de que las reglas no bastan y que para producir una buena pieza es necesario el genio. El genio no es fácil de definir, y menos para ellos, así que estudian a los críticos clásicos. Alarmados, descubren que para unos Corneille es un inútil, que otros denigran a Voltaire y los más consideran a Shakespeare innoble por unir en sus obras lo sublime con lo chabacano. En medio de su desorientación total deciden fijarse en el teatro contemporáneo y obviar los antiguos. Pero las obras que a ellos les gustan no les gustan a los más expertos, por lo que toman la decisión de guiarse por el gusto del público mayoritario. Pero pronto descubren que el gusto mayoritario es muchas veces deleznable. Entonces abandonan el arte teatral, lleno de contradicciones, para fijar la atención en la gramática, pero pronto se topan con que la gramática también tiene sus complejidades y los autores se dividen entre los que escriben como dicen las reglas impuestas y los que prefieren guiarse del habla natural de la gente. Desesperados, deciden dirigir su estudio hacia la Verdad y la Belleza, que les resultan dos conceptos elevados y dignos de reflexión. No hay que olvidar que uno de los síntomas de la idiotez es la pretensión de alcanzar lo absoluto. Pero caen en la cuenta de que la Belleza a veces prescinde de la Verdad y el arte interesa por la verosimilitud, pero ésta depende muchas veces de quien la observa, de la época en que tiene lugar y otros factores pasajeros y caprichosos. En un momento dado llegan a pensar que todos los autores de retóricas, poéticas y estéticas son unos completos imbéciles, tal es su grado de desesperación. Nunca llegarán a intuir que los imbéciles son ellos.
Puede que Bouvard y Pécuchet fueran imbéciles, pero no eran peores que nosotros
Una novela que persigue por medio de estos dos personajes la llegada al conocimiento absoluto sólo podía terminar inacabada. Aún muchos estudiosos se preguntan por qué Flaubert perdió el tiempo con las desventuras de dos estupendos bobos que quieren saberlo todo. Pero precisamente la lección reside ahí. En el absurdo, en la falta de certezas, en la imposibilidad de establecer con rigor leyes universales para el arte, para la creación, para el conocimiento. De ahí que a toda opinión, por más razonada que sea, le persiga una opinión contraria que se quiere igual de razonable. Por eso los suplementos culturales terminan por ser siempre una concesión a la esquizofrenia y en muchas ocasiones los directores de los periódicos terminan por suprimirlos para evitarse dolores de cabeza. Prefieren las noticias deportivas con sus resultados inapelables. Todo lo que admite opiniones opuestas puede terminar en la incomprensión absoluta, sobre todo en un mundo de copistas en busca de certezas.
En la oleada de democratización de todos los baremos de medición, hemos visto cómo finalmente los valores de la competición deportiva y los balances económicos son aplicados también a las creaciones artísticas. Las películas se miden por número de estrellitas concedidos, los libros por la lista de ventas en librerías y las exposiciones de pintura por el número de visitantes. Por fin tenemos el baremo. Bouvard y Pécuchet podrían darse por satisfechos. Un mundo que no era capaz de establecer certezas artísticas era un mundo inacabado, invivible.
Satisfechos con el hallazgo, sólo nos queda pelear para que nuestro gusto se someta finalmente a los dictados del gusto de la mayoría. Y si no te gusta lo que le gusta a la mayoría, ya lo sabes, el problema no puede ser del conjunto de la población, sino tuyo. Así que ya puedes empezar a corregirte para que no vuelva a pasarte. Puede que Bouvard y Pécuchet fueran imbéciles, pero no eran peores que nosotros.
Lo lastimoso de la crisis económica mundial ha sido descubrir que los valores de medida tampoco funcionaban. Que los índices financieros también eran subjetivos, que estaban contaminados por lo emocional, por la manipulación interesada, por el arte del encantamiento. Que los ahorros, las carteras de valores y los planes de pensiones también se sometían a los dictados de la ficción, llamada técnicamente ingeniería financiera. Ha resultado que ni siquiera el dinero puede medirse tan sólo por las reglas del dinero. ¿Qué hacemos entonces midiendo con dinero el teatro, el cine, la televisión, el arte, la literatura? Habrá que deshacer la casa. O volver a considerar la razón, el análisis y la observación como la mejor guía en la jungla de la creación. Al mismo tiempo quizá la belleza, la emoción, el humor y la inteligencia vuelvan a ser valores en una sociedad que lo apostó todo a la cara del dinero y salió cruz.
A Bouvard y Pécuchet se puede llegar de la mano de un par de ensayos de Borges que transmiten pasión con inteligencia. Como a Montaigne se puede llegar gracias a Pla o el entusiasmo por Chesterton llega a transmitirse como la varicela. Puede que la felicidad resida en dejarse contagiar, en no querer medirlo todo, en poner en duda la autoridad, la jerarquía y hasta el propio gusto. O sencillamente en asomarse. Como los niños que sacan la cabeza por la ventanilla del tren. Claro que ahora los trenes van tan veloces que las ventanillas son sólo pantallas herméticamente cerradas. -
Gustave Flaubert. Traducción de Aurora Bernárdez. Planeta. Barcelona, 2008. 400 páginas. 25 euros.
Bouvard y Pécuchet. Gustave Flaubert. Edición de Jordi Llovet. Traducción de José Ramón Monreal. Mondadori. Barcelona, 2009. 672 páginas. 24,90 euros. Sale a la venta el próximo día 29. Bouvard y Pécuchet.
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