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Columna
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Formularios

Al despertar, vi que la azafata había dejado sobre el brazo de mi asiento el formulario que era preciso rellenar para entrar en el país al que nos dirigíamos. El resto del pasaje dormía en medio de la penumbra, pues era de noche y sólo permanecían encendidas las luces que indicaban la situación de los baños y las que en los bajos de los asientos delimitaban el pasillo. Comencé a rellenar el formulario y todo fue bien hasta que debajo de la línea en la que se solicitaba la fecha de nacimiento encontré otra donde había que anotar la de la muerte. Sobrecogido, levanté el rostro y vi avanzar a una azafata en medio de aquella atmósfera espectral. Por favor, le dije en voz baja cuando llegó a mi altura, ¿qué hay que poner en esta casilla? ¿Usted qué cree?, respondió ella observándome con ironía, como si me estuviera haciendo el ingenuo.

Suponiendo entonces que me había sorprendido la muerte mientras dormía, puse la fecha en la que había salido de Madrid, y en la que aún nos encontrábamos. Luego rellené el resto del formulario, tumbé el respaldo del asiento, cerré los ojos y di un par de cabezadas. Me despertó el ajetreo de las azafatas, que comenzaban a servir el desayuno. Las ventanas estaban abiertas (había amanecido) y las luces encendidas. Vi el formulario, pero preferí (por miedo, supongo) no comprobar si lo de la casilla de la muerte había sido una alucinación. Llegué a destino, entregué el impreso en el control de policía, tomé un taxi, fui al hotel, hice en aquella ciudad lo que se esperaba de mí y regresé a casa con regalos en la maleta. Mis rutinas son desde entonces las de siempre, mi relación con las personas y con el trabajo también. Todo sigue igual, pero de algún modo misterioso todo es diferente, como si, en vez de vivir, imitara la vida que llevaba antes del viaje. No es desagradable, sólo raro.

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