Los anuncios, lo mejor de la televisión
No parece tan buena idea la decisión por parte del Gobierno de retirar los anuncios publicitarios de la televisión pública. Para empezar, ésta debe tener anuncios porque pocas cosas hay más públicas que la publicidad, la propia palabra lo dice. La publicidad pertenece más que ninguna otra cosa al terreno de lo público.
La ecuación "publicidad igual a manipulación o baja cultura" es un reflujo de un pensamiento ilustrado, hoy insostenible. ¿Es más engañoso un anuncio que una novela? ¿No es acaso la publicidad parte ya de nuestro paisaje cultural? Borre la publicidad de su ciudad, y parecerá un pueblo medieval pero en pleno siglo XXI: una pérdida para la cultura tan irreparable como lo sería para la biodiversidad un bosque sin árboles. Las televisiones que emiten en abierto reproducen algo fundamental para el desarrollo de una sociedad: el cruce de niveles y referencias sociales, un carácter integrador, popular y orgánico, y eso, y no otra cosa, es lo que lleva a cabo la publicidad, un bien cultural por el que debería velar la televisión pública. Sin anuncios, la tele muta en un ente abstracto, irreal, separado de la vida, como la televisión pública francesa, a la que se ha tomado como referente. Cualquiera sabe que la televisión pública francesa es de las más irreales de Europa.
Para la cultura, borrar la publicidad sería una pérdida tan irreparable como la de los árboles para un bosque
Atrás quedó la época en la que las distopías se asociaban a la publicidad, típicamente ejemplarizadas por la película Blade Runner. Hoy esa sensación ha cambiado en el imaginario social. Algo sin publicidad nos parece fosilizado, un parón en el tiempo, materia de arqueología. El fotógrafo Thomas Demand nos presentaba en PhotoEspaña 08 escenarios cotidianos en los que toda marca comercial había sido borrada; parecían cementerios. Recientemente, la serie televisiva Betty constaba de dos escenarios principales, la oficina de Betty, sin publicidad ni huellas de consumo, que se nos revelaba de una hostilidad casi insoportable, y su casa, en la que existían todos los elementos publicitarios que cotidianamente nos acompañan en nuestros hogares, casa que irradiaba calidez, socialización.
Nada tiene que ver la televisión de calidad con la ausencia de publicidad. ¿Acaso no hay anuncios de calidad? ¿Acaso no hay una cantidad muy alta de anuncios que superan en muchos dígitos al grueso de programas televisivos? ¿Alguien se ha parado a pensar en el talento que se requiere para hacer una buena obra de 20 segundos? ¿No hay acaso anuncios que son auténticos poemas visuales? La publicidad maneja generalmente referentes culturales muy por encima de la media de programas televisivos. No es que los anuncios deban elevar su nivel, sino que es el resto de televisión quien debería sudar para llegar al grado de calidad de éstos. Deslizan una lectura multipolar que atraviesa la alta cultura y la de masas. Los ejemplos se me acumulan. En el anuncio de Egoiste, de Chanel, un joven peleaba contra su propia sombra, agigantada en la pared, para quitarle el bote de perfume; leyendo bien ese spot encontramos referentes directos al origen de la pintura según Plinio, a los frescos de Vasari, al expresionismo cinematográfico, o a Lucky Luke agujereando su propia sombra; magistral recorrido por la Historia del Arte y de la cultura popular en 20 segundos. O quién no recuerda "¿te gusta conducir?", que introdujo el poema haiku en la pequeña pantalla. O el anuncio del verano de 2008 de Vodafone, con un PC dibujado en la arena de la playa, y que bebía directamente de la serie Perspective correction (1969), del artista conceptual holandés Jan Dibbetts. O el reciente spot del todoterreno de Citroën: el conductor arruga el mapa de la zona, y al instante la llanura que tiene delante se transforma en cordillera: ahí están el simulacro de Baudrillard y la literatura borgiana -es el mapa el que crea el lugar, y no a la inversa-. Puestos a dar tijeretazos, ¿no serían, entonces, por comparación, el resto de programas televisivos, planos o directamente nefastos, los que tendrían que desaparecer? Eliminar la publicidad, nodo principal de una red social que integra a millones de personas, equivale a decapitar un espacio en el que cristalizan multitud de elementos del imaginario, la narratividad, la iconografía e incluso la cohesión social.
Agustín Fernández Mallo es autor de la novela Nocilla Experience y finalista del Premio de Ensayo Anagrama 2009 con Postpoesía, hacia un nuevo paradigma.
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