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Columna
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El Retiro infinito

Si no tienes niños, no estás enamorado y no crees en el tarot, ¿para qué ir al Retiro? Lo llaman el pulmón de Madrid y casi todo el año, para la mayoría de los madrileños, ejerce, efectivamente, de órgano interno, vital pero invisible. Durante el otoño y el invierno es simplemente una inmensa explanada verde a sortear con el coche, un recinto vallado, silencioso y espectral. Sin embargo, llega la primavera y aunque no tengamos la paternidad, la pasión amorosa o la fiebre por el esoterismo recién estrenada, el Retiro sigue siendo una propuesta infalible.

El calor desnuda los cuerpos y el Retiro es uno de esos lugares de la fisonomía madrileña que se destapa erótico y apetecible como un hombro. Aunque el parque, al igual que las amantes y los buenos platos, se saborea más en la memoria que en los labios. Porque este espacio es una reserva de recuerdos para los madrileños. Aunque no lo hayamos visitado con frecuencia, el Retiro enmarca solemnemente el pasado. Con seis años reímos frente a un guiñol junto al estanque, a los 11 visitamos soñolientos una exposición con nuestros padres, a los 17 besamos por primera vez a una chica bajo un chopo.

El parque, al igual que las amantes, se saborea más en la memoria que en los labios

En COU no había dónde ir un sábado a las seis de la tarde. Dónde citarse con esa amiga que, junto con la Selectividad, nos había puesto el corazón a las revoluciones de una Honda CBR. Al final de la adolescencia se disipan todas esas certezas que creímos incontestables y nos asaltan las primeras dudas vitales: ¿Qué carrera escoger? ¿Será la mujer de mi vida? ¿Polo o camisa? Sin embargo, el Retiro siempre pareció una apuesta segura para estos encuentros, un lugar romántico, bucólico y centenario, lleno de historias y misterios que memorizábamos de algún libro de la biblioteca para impresionar a nuestra pareja durante el paseo.

El Retiro es un recinto de carpas mutantes, de cruising, de clases de yoga, de carteristas, de mimos, de pitonisas, de condones usados, de bandas andinas, de partidos de fútbol, de ciclistas suicidas, de viejos disecados, de estatuas al diablo, de plumas de bádminton en las copas de los árboles. El Retiro no cambia pero no se agota. El Retiro es como una tía-abuela a la que ya apenas visitamos pero que siempre nos recibirá cariñosa y predecible, junto a la que sentirnos especialmente reconocidos.

Madrid se retoca más que una actriz menopáusica. Se van perdiendo los escenarios clave de nuestra biografía. Cuando éramos pequeños escuchábamos a nuestros padres lamentarse de la desaparición de ciertos restaurantes, teatros u hoteles que habían marcado su relación con la capital y habían sido testigos de sus hazañas amorosas o gamberras. Pero ahora somos nosotros los que presenciamos desconcertados cómo los bares donde fraguamos amistades legendarias cambian de nombre o de actividad, cómo se transforman en Zaras los cines de los primeros besos, las tiendas de discos donde nos guiñamos con el rock.

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Pero siempre nos quedará el Retiro. Hoy, con el buen tiempo, resucita el parque como un sueño, como un territorio de la memoria donde rescatar ileso un paseo de la mano de nuestros padres o abrazados a una chica que se perdió para siempre tras el último parcial del instituto. Pero, sobre todo, el Retiro es un lugar donde reencontrarnos fácilmente con nosotros mismos. Nuestro fantasma pasea en paz por las avenidas, por los jardines inaprensibles. El Retiro es la evocación de un tiempo como el de hoy, de luz y viento, pero no de un instante determinado tatuado de nostalgia, sino de varias mañanas donde crecimos tumbados en el césped y recogiendo marcapáginas de regalo en la Feria del Libro.

Los nuevos padres con sus carritos, los inmigrantes saludando compatriotas los fines de semana, los amantes que desabrochan vaqueros y sentimientos en los rincones más frescos... Siempre hay público para un Retiro infinito. A lo largo de la vida surgen nuevas razones o se reciclan viejas aspiraciones para adentrarse en La Montaña de los Gatos o en La Rosaleda: la visita de algún amigo extranjero, el estreno de una buena exposición, el reencuentro con una ex novia rescatada por Facebook. Pero en realidad no necesitamos ninguna excusa para cruzar la férrea empalizada. El sol es suficiente motivo, la primavera es suficiente motivo, haber dejado allí aquellos domingos de risas, sueño y besos, es suficiente motivo.

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