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Reportaje:Ida de los cuartos de la Liga de Campeones

El rey malquerido

Klinsmann, despreciado por el fútbol bávaro, intenta modernizar al viejo Bayern

La primera vez que Jürgen Klinsmann jugó un partido en Barcelona tenía 23 años, pertenecía al Stuttgart y empató a dos con el Espanyol en Sarrià. Han pasado 22 años. Entonces, Klinsmann, el hijo de un panadero de Göppingen, un pequeño pueblo cercano a Stuttgart, era un príncipe llamado a reinar en la Bundesliga: rubio, alto, espigado y fino. Un prometedor delantero, potente y rápido, antes que virtuoso, con zancada, remate y sobre todo con intuición para el gol.

Klinsmann ha vivido desde entonces en permanente desencuentro con el Bayern de Múnich, el poder fáctico del fútbol alemán, que convirtió al hijo del panadero en rey malquerido al que se le negó el pan y la sal, tal vez porque llegó tarde y a contrapelo al Bayern, prefiriendo jugar en Italia (Inter), en Francia (Mónaco) o en Inglaterra (Tottenham) antes que fichar por el club de Múnich.

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Da igual que tenga el récord goleador (15) con el Bayern desde la Copa de la UEFA de 1996 -curiosamente no marcó contra el Barça, vigilado por Guardiola en la ida- porque en el Olímpico se le recuerda más por destrozar a patadas un anuncio de cerveza, tras ser sustituido en medio de un partido, que por su talento y liderazgo.

A Klinsmann tampoco le bastó su enorme actuación contra Holanda en el Mundial de Italia -marcó el primer gol y jugó como nunca- ni tampoco capitanear a su país en la Eurocopa de Inglaterra 1996, siempre con el 18 a la espalda: Bierhoff, con un gol de oro, se llevó los honores en la final en Wembley, y ante Gullit y Van Basten, en Milán, siempre se recordó antes el salivazo de Rijkaard a Völler que su actuación. Jugó 108 partidos y marcó 47 goles con la selección. Pero incluso sus compañeros le despreciaron porque iba a contracorriente: les resultaba incómodo aparcar sus coches caros al lado de su escarabajo; les molestaba el desprecio que tenía hacia la prensa -especialmente al Bild- mientras la mayoría filtraba interioridades del vestuario; no soportaban que prefiriera el vino tinto a la cerveza; no entendían que recorriera Estados Unidos con una mochila en lugar de bañarse en la Costa Esmeralda; y tampoco comprendían que al colgar la botas jugara las ligas menores de California con nombre falso -se hacía llamar Jay Göppingen para pasar desapercibido- antes que comentar partidos por televisión.

Excepto Franz Beckenbauer, su único valedor, el fútbol alemán desconfía de Klinsmann como entrenador y prefiere elogiarle como consultor de empresas, una ofensa futbolística. Al tiempo, le niega aptitudes frente a la pizarra y sólo se le reconoce su capacidad para regenerar las enquistadas estructuras de la selección alemana, primero, y del Bayern ahora, porque ha modernizado equipos de trabajo y reformado las instalaciones. Al igual que Guardiola con Laporta, Klinsmann instó al director general, Karl Heinz Rummenigge, a reformar la ciudad deportiva. Muchas cosas se han vuelto en su contra sencillamente porque heredó un equipo que había conquistado el doblete y ahora anda atrancado en el juego, con resultados extremos y un discurso que fomenta más el espíritu de equipo que la táctica. La decisión de instalar una zona de meditación, incluidas referencias budistas y olor a incienso, en la casa del jugador para que sus futbolistas se relajaran tras los entrenamientos, motivó la ira de la conservadora sociedad católica, que habló de traición con la misma alegría que Kahn le recordó que "el Bayern tiene una filosofía que no puede ignorarse" cuando intentó jugar al ataque.

Siendo cierto que el entorno ha menoscabado su capacidad como entrenador, Klinsmann también ha contribuido sin pretenderlo a socavar su propia imagen, más allá de los resultados. La apuesta por un desconocido mexicano, Martín Vázquez, como ayudante se lamentó tanto como su aparición en el documental rodado durante el Mundial 2006 -titulado Un cuento de Verano, de Sönke Wortmaln- que no le dejó en muy buen lugar, porque decepcionó al sector progresista del fútbol alemán, que esperaba discursos inteligentes y encontró en Klinsmann arengas propias de manual de motivación, aunque sea siempre demasiado moderno para la vieja Baviera.

Y en esas llegan mañana los cuartos de la Champions en Barcelona. La última vez que apareció fue como delantero del Bayern, la última noche europea de Cruyff en el banquillo del Camp Nou. Cruyff estaba armando un nuevo equipo y no le dieron tiempo, justo lo que necesita Klinsmann para actualizar al viejo Bayern.

Klinsmann, en el banquillo durante el partido que el Bayern perdió el sábado con el Wolfsburgo (5-1).
Klinsmann, en el banquillo durante el partido que el Bayern perdió el sábado con el Wolfsburgo (5-1).EFE

El mejor antidepresivo

A cada competición le corresponde un ritual diferente. Así, la expedición del Barça acostumbra a viajar el mismo día del partido cuando compite en la Liga mientras que los futbolistas son citados dos horas antes en el Camp Nou cuando juegan como locales. Diferente es la previa de la Champions desde los octavos. Guardiola reúne a la plantilla la vigilia del encuentro en el Hotel Florida, en el Tibidabo, al estilo de las concentraciones de Cruyff en El Muntanyà.

El técnico pretende que el cambio de hábitos y escenario ayuden a visualizar cada competición de forma distinta. El club también ha dispuesto para mañana una ambientación especial, con el estreno de la canción Barça, estic boig per tu [Barça, estoy loco por ti]. "En tiempos de crisis, el Barcelona es el antidepresivo más potente que hay", dijo el presidente Laporta. Acompañado de 5.000 aficionados que se concentrarán en el Port Olímpic, el Bayern llega sin la presencia de Lucio.

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