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Columna
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Ciclismo

Admito que no fui de los que recibieron entre estallidos de júbilo la incorporación del carril de bicicletas a las calles de Sevilla. Encontraba diversas dificultades que se oponían a aquella utopía largamente acariciada por los ecologistas y los admiradores del civismo nórdico: la nuestra es una ciudad que abunda en aberraciones del urbanismo, y en la que las congestiones de tráfico son la pauta; no veía espacio para idílicos ciclistas entre las nubes de petróleo quemado que se elevan de los escapes en los cruces a hora punta, ni franjas de acera por las que sus máquinas pudieran desplazarse en ciertos callizos del centro mucho más estrechos que el pasillo de mi casa. Sin embargo, reconozco, como me paso la vida haciendo delante de mi mujer, que estaba equivocado. El alcalde ha logrado dotar a nuestro viario de una red de carril bicicleta más o menos operativa, que circunda todo el casco histórico y permite traspasarlo hasta donde las angosturas árabes lo autorizan. Un triunfo, sin ninguna duda, que soy el primero en celebrar. Pero como sabe bien cualquier aficionado a las sombras chinescas o las novelas de Tolkien, no existe luz sin oscuridad y también el carril bici proyecta tinieblas inquietantes. La principal, me parece, es que existen tramos en que dicho carril ha sido improvisado mal y pronto sobre una acera cuya amplitud ha quedado dramáticamente reducida a la mitad o un cuarto de lo que era, u otros en que franquea avenidas apropiándose sin resquemor de todas y cada una de las teclas blancas que comprenden el paso de cebra correspondiente. El resultado, sí, es que la ciudad resulta cada vez más asequible a la bici, pero se aleja de una verdadera especie en peligro de extinción, mucho más amenazada que el lince y el bebé de los carteles de Rouco: el peatón. Antes, uno podía ser atropellado por un rotundo automóvil; ahora, a esa amenaza se suma la de las dos ruedas con aire de mosquita muerta.

Gran parte del éxito de Sevici, el programa para el uso de medios de locomoción alternativos, ha venido motivado por el parque de bicicletas que el ayuntamiento ha puesto al servicio del respetable por una módica cuota anual. A tanto ha llegado la aceptación popular que el número de vehículos disponibles se ha quedado corto y las solicitudes llueven literalmente sobre las oficinas encargadas de tramitarlos. Aquí nos enfrentamos a la segunda sombra del sistema, proyectada en este caso no por la administración sino por el usuario: a que muchos de esos vehículos no son empleados por aficionados al Tour de Francia, sino al rally París-Dakar. Acaba de anunciarse por parte de las autoridades que Sevici va a volver a abrir su lista de afiliados y que va a incrementar la cantidad de aparatos de dos ruedas que pueblan nuestras calles: aparatos que no suelen gozar de excesiva salud, como puede comprobar quien los ausculte en cualquiera de los puntos habilitados para guardarlos entre los desplazamientos. Hay por ahí atentos individuos que se dedican a torcer los manillares porque no les permiten torcer cuellos, que se llevan las cadenas para casa con el fin de remendar sus vehículos particulares, o que, más prosaicamente, juegan a comprobar mediante colisiones y derrapes cuál es la resistencia auténtica de un faro o una llanta. Nos enfrentamos al inveterado mal que aflige a este país, a esta comunidad, a esta capital del sinvergüenza y el buscavidas: como la bicicleta no es mía, como la farola, la papelera, el parque no me cuestan dinero (vete tú a explicarle que sí que le cuesta), puedo dedicarme alegremente a lo que de verdad me gusta, que es destrozarla, o darle de patadas, o prenderle fuego, o mearme encima. Un mayor número de bicicletas en nuestras calles no nos hará más europeos, me temo: para eso necesitamos un mayor número de personas.

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