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Columna
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La condena

Nadie sabe a qué paraíso o infierno nos llevará la ciencia mañana, porque nuestro destino consiste en vivir siempre en la prehistoria. Sólo una cosa está clara: ninguna amenaza de los antiguos dioses, ningún anatema de los modernos servidores del templo, pese a tener a Prometeo encadenado o a haber mandado a Giordano Bruno a la hoguera, han logrado detener el impulso del cerebro humano, que le lleva a abrirse camino en la oscuridad. A lo largo de la historia los poderes sagrados han hecho que todos los avances de la medicina tuvieran siempre un carácter furtivo. Jugándose la excomunión Vesalio, en el siglo XVI, se vio obligado a robar cadáveres de los cementerios para estudiar la anatomía humana, hasta que un juez de Padua le proporcionó a escondidas cuerpos de criminales recién ajusticiados. Así se enteró la humanidad dónde tenía el hígado y el corazón y las vísceras más secretas. Desde los tiempos del griego Galeno la disección anatómica sólo se realizaba con monos y cerdos, pero la iglesia transigió con que Vesalio descuartizara los despojos de los ahorcados porque consideraba que su alma estaba en el infierno. Si en su momento la iglesia condenó la vacuna de la viruela, la instalación del pararrayos, la anestesia, la transfusión de sangre y el parto sin dolor tampoco hay que sorprenderse de que se oponga frontalmente ahora a la investigación con las células madre. Contra este designio oscurantista el presidente Obama ha dado un paso adelante, porque sabe que ningún patíbulo ha logrado erradicar del cerebro humano su frenética curiosidad ante lo desconocido. Todos los inquisidores han terminado por hacer el ridículo. Del otro lado quedará siempre la hipocresía. Está por ver qué pensará la Iglesia sobre las células madre cuando mañana los católicos puedan tener en el frigorífico, envuelto en papel de aluminio, un pedazo de tejido congelado para curar o regenerar órganos vitales de su cuerpo, de la misma forma que en el taller le ponen una pieza de recambio al coche. Sucederá lo de siempre. Los cavernícolas seguirán clamando en público contra los peligros de la ciencia, mientras en privado no dejarán de usar en propio beneficio todas las ventajas que les depare el progreso llevado a cabo por quienes ellos han condenado.

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