Encestando en la papelera
Aunque estoy muy lejos de alcanzar la oceánica sabiduría de Eastwood, que a sus gloriosos 78 años se siente legitimado para contar lo que le venga en gana del modo que le parezca mejor (no se pierdan, por favor, ese testamentario canto a la libertad que es Gran Torino), a mi edad uno ya sabe, por lo menos, cuándo dejar un libro sin darle una segunda oportunidad. Desde mi mesa de trabajo, flanqueada por inestables columnas de "apuestas" de editores que, como el ermitaño del Zaratustra, aún no se han enterado de que Dios ha muerto (es decir, de que estamos en crisis), consigo encestar en la papelera La inocencia del devenir, de Michel Onfray (Gedisa), en el que el pop-filósofo francés afirma -criticando la película 1492, la conquista del Paraíso, de Ridley Scott- que "Cristóbal Colón en las Américas en el siglo XV es, desde el punto de vista moral, el general Bigeard en Argelia en el siglo XX...". Suficiente para no seguir leyendo, me digo, mientras lanzo el libraco al contenedor de los papeles desechados. Y no es que yo crea que C. C. fue un "héroe virtuoso", sino que la ucrónica comparación con el muy condecorado torturador colonialista me hace perder el interés en lo que pueda seguir. No es la primera vez que dimito de una obra de Onfray: hace poco encesté su último opúsculo La réligion du poignard (Galilée, 88 páginas, 15 euros), un ensayo reivindicatorio de Charlotte Corday -la asesina de Marat-, "cuyo gesto funda la 'religión del puñal' en palabras de Michelet, una religión sin Dios muy útil en nuestros tiempos disparatados de nihilismo triunfante". Y conste que Onfray, que va de hedonista provocador y ha demostrado que la explotación de las potencialidades mediáticas de la filosofía puede convertir a quien la practique en un crack entre los colegas antisistema (mais oui!), es autor de algunos libros que leí con provecho, como el Tratado de Ateología, y algunos de los volúmenes de su Contrahistoria de la Filosofía (Anagrama). Pero claro, con una bibliografía tan torrencial como la suya -sólo superada por la de César Vidal- no todos van a ser diamantes dialécticos, como muy bien me explica mi nuevo asesor librero (y catalán) Exuperanci Gairebé, cuyo nombre de pila, por cierto, le viene de un antepasado que llegó (siglo IV) a obispo de Tortosa.
Entre los premios hay bastantes infiernos, y no pocos purgatorios. Y, afortunadamente, una docena de paraísos (que suelen ser, ay, más pobres)
Infiernos
El capitalismo es el infierno. Tranquilos, no dudo de que también haya otros. Al fin y al cabo, Dante dividió el suyo -un enorme cráter en forma de embudo- en nueve círculos con diversos grados de pena y tormento: no es lo mismo, por ejemplo, estar hundidos hasta al cuello (como quizás estaré yo algún día) en la charca hedionda de los melancólicos y malcontentos (Tristi fummo / ne l'aere dolce che dal sol s'allegra) que perpetuamente helados -junto con los traidores- en el pozo de La Caína, muy próximos a la horrible imagen de tres rostros de Lucifer, ante cuya visión el poeta florentino se quedó en ominoso pasmo (non mori' e non rimasi vivo). No es lo mismo que violen a una campesina en Darfur que se le acabe aquí a una inmigrante la prestación por desempleo: hay muchos infiernos diferentes, pero están todos en éste. Y, vaya por Dios -o por el diablo-, resulta que algunos tienen vínculos de parentesco. Hay infiernos de ficción como los que reflejan, cada una a su manera, Las manos cortadas (Alfaguara), de Luisgé Martín, y otras dos novelas recientemente premiadas, Corazón de napalm (Seix Barral), de Clara Usón, y La Jauría y la niebla (Algaida), de Martín Casariego. Por cierto que este último me envió la suya con un abrazo y una dedicatoria teñida de leve sarcasmo: "Te mando un libro sospechoso (ha ganado un premio)". Tiene razón: en este país donde se conceden anualmente más de un millar (privados o públicos, aldeanos o estatales, millonarios o indigentes), los premios literarios están en entredicho. Cuando alguien me pregunta acerca de su grado de corrupción respondo que, tal como mi demandante sospecha, es alto. Pero enseguida añado que la gravedad de las corruptelas varía extraordinariamente: no es lo mismo "invitar" a presentarse a un autor conocido y codiciado de quien se sabe que acaba de terminar libro que pactar previamente con su agente un forfait superior al importe del premio a cambio de que se presente y lo "gane". No es lo mismo, por poner otro ejemplo, diseñar un jurado compuesto mayoritariamente de autores de "la casa" proclives a las "sugerencias" del editor que abrir al vapor y con alevosía los sobres de las plicas para averiguar si hay algún conocido entre los que enviaron manuscrito. Y entre esos extremos cabe casi todo. En este país se han hecho -y se hacen- abundantes charranadas que afectan al prestigio de los premios: es su reiteración lo que ha puesto en entredicho el sistema. Y declarar un premio desierto -ahí tienen el de Tusquets- equivale, a veces, a certificar su honradez, pero también a hipotecar su futuro: los departamentos de mercadotecnia invierten y se juegan mucho en ellos (especialmente en los mejor dotados) como para permitir que eso suceda. Entre los premios, por tanto, hay bastantes infiernos, y no pocos purgatorios. Y, afortunadamente, una docena de paraísos (que suelen ser, ay, más pobres).
Poeditor
Interrumpo la lectura -apasionante: no quiero que se me acabe nunca- de El genio austrohúngaro, de William M. Johnston (editorial KRK), uno de los más interesantes volúmenes de historia cultural publicados en España en los últimos años (la edición original tiene ya un cuarto de siglo), para curiosear en la Poesía, 1934-1959 (Huerga & Fierro; traducción de Jesús Pardo) de Josep Janés i Olivé, de quien conocía mejor su faceta editorial. A juzgar por el número de editores-poetas de que tengo noticia (incluyendo a mi amigo Luis Suñén), se diría que el métier se aviene mejor con el carácter (teóricamente) inmediato de la poesía que con los largos partos de la narrativa. Hace poco, por ejemplo, se publicó, coeditado por la Universidad de Málaga y la Residencia de Estudiantes (a propósito, ¿adivinan quién va a coordinar los fastos del centenario de la Casa en 2010?), el excelente volumen que Julio Neira ha consagrado a Manuel Altolaguirre, impresor y editor, y cuyo taller, por cierto, se encontraba (en 1936) en un semisótano de la calle donde yo vivo (disculpen este involuntario homenaje a la canción que Loewe y Lerner compusieron para My fair Lady). En cuanto a la poesía del maestro de editores Josep Janés (1913-1959), de cuya muerte se conmemora ahora medio siglo, en sus versos juveniles resuenan ecos y entusiasmos de aquel renacimiento lírico de los años treinta, una auténtica edad de plata de la poesía catalana. Como indica su hija Clara en el prólogo, en esos poemas se detecta también "un goce que abarcaba de lo más popular y tradicional a lo más intelectual y atrevido, un modo de ser abierto, en el que todo cabía". Ese mismo -a pesar de la feroz censura franquista- fue el talante de Janés como editor. Por cierto, ¿le hará el Gremi un homenaje?.
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