Piedras que tocan el cielo en El Escorial
Culmina la restauración de la bóveda de la basílica a 80 metros del suelo
El vértigo se combate ascendiendo. Y sin mirar hacia atrás. Una vez en marcha, no cabe arrepentimiento alguno. El dilema es sencillo: o la cumbre o el vacío. Tal es la receta diaria autoaplicada por setenta personas, pertenecientes a un equipo de trabajo en altura que, por encomienda de Patrimonio Nacional, ha acometido la ciclópea tarea de sanear, en apenas cuatro meses, las piedras disgregadas por la erosión exterior e interna que cierra la enorme cúpula de la basílica del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que se yergue hasta 92 metros.
Rehabilitar, impermeabilizar, conservar. Es la consigna. Durante varios meses, esas personas, pese a seguir disciplinadamente las escrupulosas normas de autoprotección y gozar de mucho mejores condiciones de seguridad que sus antecesores, también se han jugado la vida entre los andamios, como los pioneros de la construcción de la basílica del monasterio culminada en 1582. Un simple paso en falso puede hoy acarrearles, igualmente, una caída de consecuencias mortales.
Nuevos morteros sustituyen a los dañados por cuatro siglos de erosión
Sin embargo, una selva de tubos atornillados y plataformas metálicas de aluminio agujereado -de sabiamente trenzada ingeniería- les ha permitido eludir peligros para acceder, primero, al imponente tambor sobre el que descansa la bóveda; luego, a la media naranja que dibuja la cúpula; y, al fin, hasta la mismísima linterna que adentra la luz matinal, abismándola, hacia el enorme templo. Fue proyectada, primero, por Juan Bautista de Toledo, retrazada luego por su discípulo, el cántabro Juan de Herrera, y construida por los laboriosos aparejadores Pedro de Tolosa y Lucas de Escalante, más disciplinados maestros de obras y miles de valientes albañiles, canteros, carpinteros, cristaleros... de desenvuelto oficio. Su trabajo duró entre 1575 y 1582. La constructora Quijano ejecuta esta obra, que culmina en Semana Santa. Su presupuesto: 1.170.000 euros.
El ascenso de un equipo de cuatro técnicos al que acompañan los periodistas comienza en la basílica de San Lorenzo -cerrada al público- tras la cobertura de todas las cabezas presentes, con cascos blancos y verdes. Frente a los que van a subir hasta la linterna se alza una primera estructura andamiada, que sujeta una escalera hecha de peldaños de aluminio.
El grupo asciende con soltura, tanta que el movimiento de los tubos metálicos parece canturrear una grata melodía. Pero, a medida que se asciende, el suelo se aleja y el vaivén intimida cada vez más. Su traqueteo se va haciendo inquietante. Los muros exhiben las acanaladuras paralelas de las cuatro titánicas pilastras sobre las que el gran tambor se sujeta. También se adivinan los ocho pilares que forran los muros laterales, cuyo entramado abre ocho bóvedas encañonadas que definen hasta 24 arcos de medio punto: las proporciones comienzan a ser colosales. Saber que hasta este primer repecho, a unos 30 metros de altura, subió el mismísimo fresquista Lucas Jordán produce un cierto consuelo, por emulación; pero la tentación de bajar la mirada es reprimida de inmediato. Todo bajo los pies se mece en un flotar ingrávido.
Una primera meseta estable cubre el espacio entre las pilastras bajo las primeras bóvedas. El suelo, falso, está forrado de papel beis, pero los andares del grupo descorren el velo y permiten ver por algún agujero la anchurosa tragadera del vacío. El pálpito se detiene, sin embargo, cuando surgen las figuras, también tocadas de cascos, de los primeros operarios. Faenan con plena naturalidad y se valen de luces que iluminan la cuota de muro, cornisa y bisel que a cada uno le ha correspondido tratar. "Estamos tratando todas las canterías afectadas por las disgregaciones", explica el arquitecto Luis Pérez de Prada, de Patrimonio Nacional, responsable de esta actuación y de otras realizadas sobre cota en el patio de los Evangelistas y en la salida de la galería de Convalecientes.
"Una vez analizado el estado de la piedra, le aplicamos una papeta color crema, se genera una reacción química que hace aflorar la humedad, principal enemigo de la piedra", explica. "El reto consiste en atajar la erosión de las canterías, reintegrar su superficie y recuperar las condiciones de estanqueidad de la piedra, para detener su corrosión". Nuevos morteros sustituyen a los anteriores, dañados por siglos de agua y microorganismos, combatidos ahora con siliconas y biocidas.
Los peldaños de aluminio se han transformado en segmentos metálicos lineales. El ascenso debe proseguir. La escala es más dificultosa, porque los frágiles escalones terminan sobre el vacío, y asentar los pies en los nuevos pisos requiere girar el cuerpo 90 grados. El suelo tiembla. El miedo acecha. El espacio se angosta cada vez más.
A un lado, dos carpinteros, Hamsa, polaco, y Bernardo, español: "Es emocionante trabajar aquí, a esta altura", dicen risueños. Ya se adivina el remate interior de la linterna. Escalonadas, tres peanas conducen a la cúspide. "Cuidado con la cabeza", advierte otro obrero. Los recién llegados alzan sus brazos para tocar la piedra redonda, granito de Zarzalejo, que remata el cupulín. Cuatro siglos después del cierre de la bóveda, a 80 metros, asombra comprobar cuánto implicó erigir tan prodigiosa máquina de piedra. Una rara y lejana alegría invade el ánimo.
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