"Recuerdo mi infancia como si la viera en una pantalla"
Antonio Isasi-Isasmendi (Madrid, 1927) es un nombre esencial en el cine español, al que ha dedicado más de sesenta años de su vida. Y lo es porque comprendió desde un primer momento la importancia de la proyección internacional como método más adecuado para la subsistencia de un cine frágil y atado de pies y manos por las distintas censuras del franquismo y la prepotencia del cine americano. La próxima semana publica un texto autobiográfico: Los días grises. Memoria de un niño de la guerra (Aguilar).
PREGUNTA. Aparece ahora su segundo libro autobiográfico tras el que dedicó a sus relaciones con el cine
(Memorias tras la cámara, Fundación Autor). Éste es más personal y, por los años que recorre, podría ser un libro iniciático: los recuerdos de infancia y adolescencia. ¿Qué le estimuló para escribirlo?
"Ese tiempo tan lejano me enseñó a vivir, a conocer a fondo el mundo en el que tendría que luchar para salir adelante"
RESPUESTA. Mi deformación profesional me ha hecho, a estas alturas de mis largos años, revivir esa época tan lejana, como si la estuviese viendo en una gran pantalla. Como si fuese una película ilustrativa de lo que te puede pasar en cualquier momento. De algo tremendo e incomprensible que se te viene encima sin saber bien por qué, y que te cambia radicalmente la vida... Los bombardeos, el hambre -¡el hambre !-, la escasez, la miseria..., conceptos todos difíciles de entender ahora
P. En el libro la guerra y la posguerra están inevitablemente presentes. Lo curioso es que pese a ser unos años difíciles, vividos desde la escasez, no hay rencor, ni siquiera una mirada airada...
R. Tiempo aquel injusto y desconcertante en el que mi formación de niño, que nunca pudo ir a la escuela, no daba más de sí... Días en los que aún no conocía los sentimientos adversos para poder juzgar a fondo lo que pasaba
P. ¿Qué lecciones sacó del recuerdo de su infancia?
R. Pienso que es una narración objetiva de una época de mi vida que fue difícil y tremenda, que se va deshaciendo lentamente y de la que, afortunadamente, ya va quedando muy poco... Ahora, ese tiempo tan lejano de la infancia pienso que fue para mí crucial. Me enseñó a vivir, a conocer a fondo el mundo en el que tendría que luchar para salir adelante. El libro es, también, una loa a la figura de la madre, esa "que no hay más que una". En este caso he querido hacer una inmensa exaltación a los valores de la que también fue única y maravillosa: la mía. Siempre sentí la necesidad de sacar a la luz aquella desconcertante larga etapa vivida junto a ella. Ella, una mujer culta y refinada, íntima amiga de María Fernanda Ladrón de Guevara y de Irene López de Heredia, y que durante años había trabajado por toda América del Sur con su propia compañía teatral representando obras de los más prestigiosos autores de la época, y a quien lo impredecible la trajo a vivir aquí los días grises y trágicos de nuestra incomprensible Guerra Civil.
P. ¿Cómo era la vida cotidiana?
R. En medio de aquel infortunio, durante meses, vivimos un tiempo del pequeño beneficio que nos proporcionaba el traje de doble fondo que ella se había hecho para despistar a la Requisa -los agentes de la Comisaría de Abastos que viajaban de paisano en los trenes y que además vigilaban en las estaciones decomisando todo lo que se les antojaba-. Lo solía hacer cada semana. A las cinco de la madrugada salía desde la estación de Francia, en Barcelona, y regresaba a las once de la noche con los veinte kilos de arroz escondidos en su cuerpo y que había conseguido en la zona arrocera de Tortosa, en la desembocadura del río Ebro, y que revendía furtivamente luego entre las gentes de nuestro barrio para poder comer.
P. Una subsistencia dura que coincide con su infancia, ¿cómo fue?
R. Desde los 12 años tuve que trabajar siempre. Mi padre se había muerto y todo esfuerzo era poco para poder vivir. Yo no pude estudiar... Me viene a la memoria la heladera -¡la puta heladera!-. Noches largas y tremebundas cargando aquel trasto que tenía preparado el dueño del bar del Teatro Barcelona, en la esquina de la plaza de Cataluña. Llegaba a las ocho de la tarde, le quitaba la tapa, la rellenaba de hielo y ¡hala!, paseo de Gracia arriba con los trece kilos que pesaba el tremendo artilugio forrado de corcho, hasta el conocido cine Savoy, que estaba situado junto a la calle de Provenza. Me dejaba el alma en ese recorrido. De madrugada, cuando era la hora del cierre del cine, y con la heladera de marras a cuestas, recorría de vuelta aquel kilómetro y pico hasta el teatro para liquidar con el jefe. Sin aliento, desfallecido, llegaba a casa a las tres de la madrugada con las cuatro o cinco pesetas de comisión que había ganado esa noche, después de subir a oscuras los 113 escalones que separaban el palomar donde vivíamos de la calle.
P. Y comenzó su irresistible ascensión social.
R. Tanto como eso... Al cabo de un tiempo pasé de "la puta heladera" al "cestito de las golosinas". Aquel judío tacaño ejercitante, el señor Manem -que Dios se lo haya llevado al infierno-, concesionario de los entreactos en la mayoría de los locales nocturnos del destape en el Paralelo, había reclutado un pequeño ejército de niños para vender en los descansos su dulce mercancía. Había prosperado, subido de categoría. Fueron los días en los que en el famoso Teatro Cómico, templo de la revista de la época cuyo empresario era el conocidísimo maestro Guerrero, por los entresijos del escenario y sus camerinos, descubriría algo que hasta entonces no me había llamado la atención: que las bellas vicetiples además de llevar muy poca ropa, tenían tetas, piernas y muchas cosas más.
P. La guerra había terminado hacía muy poco, ¿qué recuerdos guarda?
R. La guerra en su aspecto más cruel la teníamos encima. Los terribles bombardeos, las noches en que la gente del barrio, en las Ramblas, nos íbamos a dormir con las mantas y las colchonetas a cuestas al túnel del tren de Vallvidrera huyendo de las bombas.
P. Y llega la pubertad...
R. Sí, es la época en la que experimenté por primera vez la inquietud del sexo, tema absolutamente tabú en la sociedad de entonces. Malena Rossi, una de aquellas bellísimas vicetiples que se contoneaban en las pasarelas del Cómico, me trasladó en solitario a la quinta dimensión de los urinarios del teatro. Mientras me masturbaba por primera vez pensando en ella, me invadió aquella extraña sensación..., era como subir en globo a la estratosfera sin llegar a despegar los pies del suelo.
P. ¿Cómo descubrió el cine?
R. El primer contacto con el cine fue cuando tenía cinco años, en el pueblo de San Antonio, en Ibiza, donde estuve viviendo con mis padres un tiempo antes de la guerra. Me acuerdo de que en las tardes del domingo íbamos con frecuencia a la Sala Torres, que aún existe. En ese cine se proyectaban películas mudas del Oeste sobre un vaquero famoso conocido como Tom Mix. El sonido no había llegado aún a la isla y aquellas sesiones las amenizaba un pianista situado debajo de la pantalla.
P. ¿Y el conocimiento de la industria profesional?
R. De la mano de mi madre entré a los 14 años en las salas de doblaje. Siempre la acompañaba en aquellas esporádicas convocatorias que nos iban solucionando poco a poco la disposición de algo de dinero para poder ir tirando. Sin darme cuenta, allí empezaría mi adscripción al cine, doblando a alguno de los niños que aparecían por las pantallas. De allí a las salas de montaje sería un paso.
P. Son más de sesenta años vinculado a la industria del cine, una industria de la que sistemáticamente se dice que está en crisis pero que parece resistir todas ellas. ¿Cuál cree que es la situación actual del cine en España?, ¿se produce demasiado?, ¿las nuevas tecnologías son un estímulo (cine digital) o podrán convertirse en un peligro (piratería informática)?
R. En términos generales el cine español ha sido desde siempre caótico, lo sigue siendo ahora, y como no se despeje el camino que hay por delante provocado por ese marasmo cibernético que se nos echa encima, seguirá el desconcierto porque todo, absolutamente todo lo que nos rodea se va complicando con el imparable desarrollo digital..., la aparición de los nuevos soportes, la alta definición, que está al alcance de cualquiera, la facilidad de ver una película pirateada en el ordenador y la potencia de las grandes cadenas de televisión que hoy por hoy dominan casi todo el estrato audiovisual... ¿Adónde nos van a llevar los nuevos inventos? Durante la época franquista el cine estaba sometido a criterios políticos indeseables. La censura del guión, la censura a película terminada, la censura eclesiástica, las Juntas de Clasificación, los permisos de importación y el abuso de las grandes distribuidoras que con esos permisos importaban lo mejor de Hollywood en detrimento de nuestro cine, acogotando al ingenuo productor español que se había empeñado hasta las cejas en hacer una película y poder distribuirla normalmente
...Es una paradoja, pero siempre pensé que lo más fácil del cine era hacer una película, y lo más difícil era todo lo que había que afrontar al terminarla. Sabido es que, ahora, en este tiempo, y aunque subsisten muchos de los problemas heredados del pasado, se ven más películas que nunca, pero en cambio lentamente se van cerrando salas por la falta de espectadores, y hay una confusión enorme por ver cómo se afronta el futuro que ya está aquí. Al propio tiempo que es más fácil rodar, se complican los otros factores necesarios para conseguir que una película se pueda explotar y ver en las salas. El marasmo en el cine se complica día a día. Filmar sólo no es hacer una película. -
Los días grises. Memoria de un niño de la guerra. Antonio Isasi-Isasmendi. Aguilar. Madrid, 2008. 199 páginas. 17,50 euros.
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