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Columna
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Psicofonías en tránsito

Volviendo a Valencia desde Castellón la tarde de Navidad en un abarrotado tren de cercanías, ese que para en todas las estaciones, estaba yo emparedado entre una niña de ocho años con su nintendo a todo volumen intentando hurtar mis rodillas al roce de las de una pareja de jóvenes, que, sin embargo, no marchaban juntos, de esos que toman asiento en un tren de viajeros como el que se acomoda en el sofá de su casa. Y, en efecto, a poco de arrancar el convoy, comenzó el martirio de la ya habitual rueda de llamadas al móvil. La chica, que algún parecido inicial tenía con Wynnona Ryder, desmintió pronto su aspecto echando mano de un valenciano horroroso para parlotear a gritos con un tal Rafi, quien, a juzgar por lo que involuntariamente pude escuchar, se hallaba por lo menos en las puertas de una UCI hospitalaria, tal era la insistencia de su vociferante interlocutora en interesarse por su estado, a lo que añadía de vez en cuando un "tu no te metas en líos" que me dejó bastante mosqueado. Al mismo tiempo, el muchacho de al lado, que no se parecía precisamente a Brad Pitt, intentaba hacerse entender por una tal Jessica, quizás algo dura de oído o sencillamente tonta, acerca de un problema de Nochebuena en el que algo tenían que ver los padres, no se si de él o de ella, que al parecer impidieron o interrumpieron alguna cosa, no logré averiguar cuál. Todo ello tan patético como un arranque de lirismo de Jiménez Losantos entre dos de sus acreditados eructos, y precisamente entonces a los responsables del hilo musical se les ocurre animar el cotarro con los pasajes más cursis de Vivaldi a toda pastilla.

Al borde de la desesperación, sólo las ganas de llegar a casa me impidieron bajarme en Burriana y disponerme a pasar allí la noche, pero eso tenía el peligro nada desdeñable de encontrarme con Vicent Franch, así que seguí quietecito en mi asiento, deseando adormilarme pero demasiado furioso para conseguirlo; llegamos a esa especie de páramo ferroviario que se extiende desde la salida de Burriana hasta la entrada en Sagunto, que si Chilches, que si La Llosa, que si no se qué, esa especie de desolación del que sale de ninguna parte para llegar a ningún sitio, y mientras tanto continuaba la jarana en el vagón. Ya en Sagunto, tan noble por tantas razones, se apearon bastantes viajeros, pero no los más inmediatos de asiento, para mi desdicha, que persistían en la lenguaraz movilidad del móvil, sino los del otro lado del pasillo. A todo esto, yo me preguntaba de quién sería esa niña que seguía obcecada con su nintendo, habituada al parecer a los viajes solitarios. Lo supe casi antes de preguntármelo. Una familia entera de composición un tanto rara ocupó con estrépito los asientos contiguos del otro lado del pasillo, reclamaron sin mucha solvencia a la niña, depositaron bolsas y prendas de abrigo debajo de los asientos y destrozaron envoltorios de regalos navideños para ponerse a jugar con una especie de ruleta acartonada que ni siquiera funcionaba, antes, claro está, de emprenderla con los móviles.

Llegamos a la Fuente de San Luis, con esa panorámica curva que muestra el complejo sin complejos de la Ciudad de las Artes y de las Ciencias, y me sentí como el Charlton Heston de El planeta de los simios ante la neoyorkina Estatua de la Libertad semihundida en una playa desierta. Y rumiando mi derecho a viajar en un transporte público sin que el personal dedique el trayecto a tenerme al tanto de su portentosa vida privada.

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