Demasiado, demasiado pronto
En abril de 1984 publiqué mi primer artículo sobre crítica musical. Un repaso a quienes, según mi entender, eran los mejores grupos de la ciudad de Barcelona. Pero, lo dicho, era mi primer artículo y había que lucirse. Ésa fue la razón por la cual -en esa fina línea que separa la salud pública y el complejo de Robespierre- me viera obligado a incluir en el papel algunos sarcasmos de listillo dirigidos a ciertos grupos emergentes en los que -insisto, según mi modo de pensar- predominaba la absoluta incompetencia, la nula imaginación o, peor, la impostura. El hecho es que nada queda ya de aquellos grupos que recibieron mis pullas, aunque tampoco queda mucho, hay que reconocerlo, de quienes señalaba como los mejores. Lo que resulta tragicómico es que un miembro de uno de esos grupos que eran los malos de la película aún siga recordándome sistemáticamente cada vez que nos encontramos el daño que mi poderosa pluma hizo a la línea de flotación de aquel dudoso proyecto musical. La punta de mi bolígrafo perforó la promesa. Y aunque eso no lo cree nadie, porque otros factores pesarían bastante más en el, digamos, rechazo público y general que el comentario intempestivo de un crítico novato. ¿Merecía aquel grupo más suerte que los futuros triunfadores? Quizá sí, quizá no. Si hay un mundo injusto es el de la música pop. Y en ese campo la Fortuna aún es más ciega que en otros. Un cualquiera puede hacer un éxito, o varios, o sólo vender un carisma absolutamente ridículo, pasteurizado y blandengue y persistir en el negocio a lo largo de los años. Luego están las ilusiones perdidas. Hablemos de las dos cosas. Empezando por abajo, digamos que un crítico musical adolescente es menos importante que el botones de una discográfica: quizá, y con suerte, a los veinte años lo haya oído todo o casi todo y, quizá, y con suerte, tenga un criterio establecido de lo que le gusta o no le gusta. Ya quisieran decir lo mismo ciertos críticos literarios más talluditos. Porque si es cierto que, salvo excepciones, una novela escrita antes de los treinta, incluso de los cuarenta, es de dudoso valor, muy pocos críticos literarios leen hasta una edad considerable ese "todo" imprescindible tanto para autores como para centinelas de la calidad. Y más difícil aún es que revisen su criterio. Porque una canción se tarda en escuchar tres minutos, una película hora y media, pero la lectura de una novela lleva días, semanas o meses. Y a ver quién es el guapo que revisa. La música pop, desde luego, no son los críticos. Y quien haya pertenecido a un grupo, o haya vivido de cerca sus peripecias, al cabo del tiempo le entran escalofríos de lo que significa ese "vivir el grupo" que poco tiene que ver con las historias nostálgicas al uso. A poco que destaque, un grupo con músicos de poco más de veinte años se enfrenta a problemas que suelen desencajar el espíritu -y, sobre todo, los nervios- de gente mucho mayor: las rencillas internas, la codicia, ese enfrentarse a tipos que perdieron hace mucho cualquier entusiasmo y no lo disimulan. Promotores de salas de conciertos mezquinos, promotores culturales ineptos, ejecutivos de discográficas implacables. Y, lo peor de todo, ese esfuerzo en cultivar una imagen, un personaje. Y, con suerte, ese tener que vivir con la imagen, o con sus sucesivas mutaciones, hasta más allá de los límites del absurdo. Luego, en la mayoría de ocasiones, nada. O las secuelas de aquella nada. O de intentar volver biografía sensata aquella nada. O relatar como épica lo que fue nada o casi nada y, si fue algo, si fue el placer de tocar, o el éxito y pabellones repletos, nadie que no lo haya vivido, podrá entenderlo nunca. Porque seguramente fue mucho. Demasiado. Y demasiado pronto.
Francisco Casavella falleció el 17 de diciembre. Éste es el último artículo que nos envió para publicar en las páginas de música de Babelia, donde era colaborador habitual. Casavella es autor de títulos como Lo que sé de los vampiros y de la trilogía El día del Watusi.
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