¿Dónde estás, Hamlet? (una mala noche)
Juan Diego Botto se aferra al viejo cliché del personaje como héroe romántico y confunde la trama con el argumento
Hamlet tal vez sea un universitario renacentista encerrado en una corte medieval. "Dinamarca es una cárcel", le dice a Rosencrantz, aunque la verdadera prisión parece estar en su cabeza. Lo que nos fascina de la obra es la plasmación de esa interioridad en constante fuga: la agitación enfebrecida, los contradictorios zarpazos, en soliloquio o en diálogo; la energía neurótica expresada en un flujo verbal como no se había visto hasta entonces. (Una vez conocí a un traductor que proponía una nueva interpretación de la frase final: "The rest is silence" podría entenderse como "el descanso es silencio"; la muerte como fin del torturante oleaje de palabras que ha golpeado las paredes de su cerebro). Hamlet tiene una personalidad esencialmente teatral: ve el mundo como un teatro y es teatral su pensamiento, con una predilección profunda por los juegos de palabras, los golpes de efecto, las puestas en escena. Está atrapado dentro de una obra de teatro (Las intrigas de Elsenor, melodrama sangriento) y dentro de un rol imperativo: el Vengador Justiciero, porque el mundo medieval exige venganza instantánea, no reflexión renacentista. Problema de fondo: nunca puede saberse con certeza cuándo está interpretando un papel, y él menos que nadie: la máscara acabará pegada a la piel (o revelándola). Lo que nos lleva a: Hamlet como maniaco depresivo que desarrolla un brote paranoide o, más fino, aprendiz de loco que acaba convertido en loco profesional. Su locura, para manifestarse, necesita de un mediador: el fantasma. Recapitulando: no costaría ver a Hamlet como un intelectual apartado de las pasiones y refugiado en los libros que una mala noche descubre su sombra: su lado salvaje, su irracionalidad, su crueldad, su fanático puritanismo. Hamlet, por tanto, no es un héroe positivo. No es un buen chico. No parece querer a nadie salvo a su padre muerto, esa imagen desmesuradamente idealizada tras la pérdida. La obra sería la historia de un desvío fatal pero efectivísimo: mientras el protagonista busca el momento, el impulso adecuado para su venganza, detona a su paso, como una bomba expansiva, una espiral de locura y muerte. La venganza se cumple casi por azar, por una serie de irónicas carambolas del destino. Así, los únicos actos volitivos de Hamlet se traducen en a) llevar a una doncella al suicidio; b) cargarse por error a Polonio, y c) enviar a la muerte a sus más antiguos amigos.
El elenco está formado por excelentes actores cinematográficos que se limitan a contar
La teórica anterior no es un catón sino el resumen de diversas vías de aproximación escénica más o menos frecuentadas en los últimos, pongamos, veinticinco años. Casi nada de esto (o nada similar) he visto en el Hamlet que Juan Diego Botto dirige y protagoniza en el María Guerrero a partir de la (troceada) versión castellana de Moratín. Cuando alguien tiene el coraje (o la vanidad) de plantearse un Hamlet, lo mínimo que se le puede pedir es un cierto juego de ideas dramáticas, una visión sugestiva y fresca de la obra y del personaje. Lo único que he acertado a ver en su espectáculo es el viejo cliché de Hamlet como héroe romántico (por su indumentaria, por sus maneras, por su indignación) adorable y cargado de razones, y una fatigosa tendencia a confundir trama con argumento. El argumento, en Shakespeare y en cualquier autor, es sólo el mimbre: la trama, como su nombre indica, es el trenzado del lenguaje y las emociones. Y mal andamos cuando en un montaje de Hamlet lo único que "pasa" es el argumento. No he visto una idea motriz, no he visto claroscuros ni quiebros, no he visto fuerza ni vida salvo en contadísimos momentos y en contadísimos miembros del reparto. El elenco está encabezado por excelentes actores cinematográficos: recuerdo y recordaré los grandes trabajos de Botto en Novios o Vete de mí, de Jose Coronado en La caja 507 o La vida de nadie, de Marta Etura en Azuloscurocasinegro, por citar unos pocos, pero aquí, faltos de dirección, se limitan a contar, no a mostrar dramáticamente. Botto tiene presencia y pasajes claros, efectivos, pero está sobrecargado de pausas, de gesticulaciones, y parece escucharse en todo momento. Sus soliloquios no pueden sorprenderle o sacudirle como rayos porque los envía al tendido, al querido público. No hay interioridad sino esa otra forma de afectación que es fingir llaneza sin conseguirlo. O pasar de la naturalidad fingida a la locura impostada: ni el más lelo de esa corte se creería esos arrebatos que llegan con las cadencias untuosas y las vocales alargadas del peor Flotats. Para no hablar de su monólogo central, servido con cara de chupar limones: como parodia de Tom Cruise podría tener una cierta gracia. Sólo percibí auténtica emoción en su Hamlet durante el entierro de Ofelia: también es mala pata que se le haya ocurrido montarlo al fondo, en plano general, y que a los dos segundos esté tan pancho para el duelo con Laertes. José Coronado, el rey Claudio, pisa el escenario con naturalidad pero extrañamente distante, como si el asunto no fuera con él, y recita su confesión como un maître desgranando la lista de vinos. Marta Etura seduce como Ofelia enamorada, aunque le han marcado una locura que diríase debida a un feliz chupinazo de Acapulco Gold. Nieve de Medina es una Gertrudis muy opaca: suelta lo de "Hamlet, me has partido en dos el corazón", culminación de su presunta gran escena, como si dijera "voy a cortarme las uñas". Quisiera recordar cosas mejores, pero no lo consigo. Apenas existe Horacio (Emilio Buale), apenas hay Laertes. Lástima, porque Juan Carlos Bellido sirve, en las líneas que le dejan, un dolor y una furia convincentes. Aplaudo la voluntad de Botto de no adornar la puesta con moderneces: aplaudo, por tanto, la sobria y elegante escenografía de Llorenç Corbella y el vestuario de Yiyí Gutz, y la cuidada partitura de Alejandro Pelayo, y, sobre todo, el trabajo de los veteranos: el digno Polonio de Luis Hostalot, interpretado con muy fino humor, y el fantasma del padre, con Jordi Dauder filmado y proyectado en una gran tela: eso sí que es decir y sentir el texto. Me temo que el resto es silencio.
Hamlet. De William Shakespeare. Dirección: Juan Diego Botto. Dramaturgia: Borja Ortiz de Gondra y Juan Diego Botto sobre la traducción de Leandro Fernández de Moratín. Escenografía: Llorenç Corbella. Vestuario: Yiyí Gutz. Música: Alejandro Pelayo. Reparto: Ernesto Arango, Juan Diego Botto, Emilio Buale, José Burgos, Jose Coronado, Félix Cubero, Marta Etura, Marcos Gaba, Luis Hostalot, Paco López, Nieve de Medina, Joaquín Tejada, Juan Carlos Vellido. Teatro María Guerrero, del Centro Dramático Nacional. Madrid. Hasta el 4 de enero de 2009. cdn.mcu.es/
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