Del movimiento a la movida
Dos ciudades diferentes a un lado y otro de los 30 años de la Constitución
Del ayer al mañana sin pasar por el hoy, de la ciudad gris y ocupada, capital de un Estado que castigó con especial ensañamiento su tenaz resistencia a la invasión de los bárbaros a la urbe alegre y confiada que estaba a punto de transformarse en emblema de todas las movidas, que iba a pasar de la premodernidad a la posmodernidad sin escalas en la modernidad. El futuro ya estaba aquí, como cantaba Radio Futura, aunque muchos aún no se habían dado cuenta. Madrid, falso paradigma del centralismo, ciudad odiada en todas las periferias cambiaba la caspa por la gomina, empezaba a mirarse el ombligo y se gustaba.
Los padres de la Constitución, entre intrigas y deserciones, polémicas y conjuras, habían parido un texto que iba a servir de marco de la transición política y guía de uso para una democracia en ciernes, una carta magna homologable con la de los restantes países de la Europa occidental que ya no nos mirarían por encima del hombro y con sospecha.
El futuro ya estaba aquí, aunque muchos aún no se habían dado cuenta
En las calles de Madrid pervivían los anacronismos. Los guardias urbanos seguían llevando salacots como los policías coloniales, los taxis eran viejos y enlutados armatostes con una línea roja transversal para distinguirlos de los coches oficiales y de los vehículos funerarios; el metro anticuado y lóbrego, abarrotado y mugriento, transportaba a una multitud que iba pasando del gris plomo a todos los colores de la paleta. La otra transición se hacía a pie de asfalto, nuevas músicas, nuevas modas, una capa de maquillaje llovía cada noche sobre la ciudad y se acumulaba en las discotecas y en los nuevos bares de copas. En las carteleras de las salas de cine exhibían las nuevas estrellas sus carnes recién liberadas del corsé de la censura. El guión del destape imponía sus desnudos obligatorios y generalmente zafios como símbolo de los nuevos tiempos.
¿La Constitución? La política recién estrenada era ya cosa de viejos para muchos jóvenes, la política era para los políticos y para los hermanos mayores que hablaban del 68 como si hubiera sido ayer, de cantautores pelmas, de progres desencantados que no estaban seguros de que Franco hubiera muerto porque veían su fantasma por todas partes, su sombra agazapada detrás de algunos de sus colaboradores excelentísimos que hoy se sentaban, sin dar muestras de arrepentimiento, aunque sí de propósito de la enmienda, entre los redactores de la Constitución. Los periódicos hablaban de pasotas y de pasotismo juvenil. Sexo, drogas y rock and roll para todos.
En el hervidero de la Puerta del Sol los forasteros detectaban los primeros cambios de la ciudad que se desperezaba sin complejos, nuevos y agresivos reclamos publicitarios, las primeras franquicias multinacionales, comida rápida y tiendas de diseño para los primeros enamorados de la moda juvenil. Se edificaban nuevos rascacielos junto a los emplazamientos de las chabolas que se desplazaban para seguir creciendo, siempre en las fronteras de la ciudad. Madrid estrenaba sonrisa y libertades. Los derechos de manifestación y huelga se ejercían sin demasiadas trabas y muchas veces sin consecuencias apreciables. El tejido social se renovaba, el paisaje urbano y humano evolucionaba, Madrid era una fiesta, Madrid se movía sin saber muy bien hacia dónde, pero se movía. Era una ciudad espasmódica y contradictoria que iba acercándose cada vez más a otras capitales europeas y adelantándolas en algunos aspectos con un entusiasmo que muchas de ellas habían perdido por el camino. París y Londres vivían en plena resaca y Madrid en plena borrachera.
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