Tejados
Toda ciudad cuenta con una versión de sí misma que no siempre llegan a conocer sus habitantes. Es la que vive en los tejados: la ciudad azotea, la ciudad desván, el mundo que respira entre el límite de la arquitectura y el comienzo del vacío, ese universo que, con el paso del tiempo y con el avance de la civilización, va perdiendo sustancia, interés, vida.
Hace algunas décadas, en pleno siglo XX, ese mundo tenía un raro poder de atracción para los cultivadores de distintas disciplinas artísticas. Pintores, escritores, pero, sobre todo, cineastas, vieron ese mundo al margen como fuente de inspiración, como escenario -aunque sólo lo fuera parcial, para determinados pasajes de sus obras- de historias apasionantes, como si allí se refugiara la posibilidad de dar sentido a los sueños más hondos y secretos. En los años cuarenta y cincuenta, cuando Europa estaba en ruinas y en España se sobrevivía a la dictadura, bohemia y existencialismo parecían ser caras de una misma moneda. Y si la cotidianidad nocturna del bohemio se cumplía en el submundo de los bares sórdidos y en tugurios perdidos en las zonas menos hospitalarias de la ciudad, la diurna tenía su expresión en buhardillas y otros cuchitriles abiertos a un horizonte de tejados con ropa tendida, antenas, gatos, vecinos en camiseta y cantantes improvisados. Un raro idealismo posromántico, construido en largas veladas de tabaco y alcohol, de libros en desorden y lechos clandestinos, tenía su reflejo en un espacio que abría, siempre, su ventana a un paisaje de abigarradas azoteas y tejados en los que el mundo se veía de un modo distinto.
El neorrealismo tardío de Ettore Scola de Una jornada particular tenía en el frustrado amor de Sofía Loren y Marcello Mastroianni una excusa para mostrar la más dura confesión entre sábanas tendidas al sol en una azotea asomada a los tejados de Roma del mismo modo que el paisaje de techumbres del París de los cincuenta vivía al otro lado de la ventana que acogía la mirada azul de una Shirley MacLaine en lencería de color verde interpretando a Irma la dulce. Y los tejados de las noches de luna de un Manhattan todavía manejable de El apartamento, también de Billy Wilder, eran la trastienda de una Norteamérica viviendo entre la euforia del american way of life de los cincuenta y los nubarrones de la guerra de Vietnam. En los tejados de las viejas ciudades vivía otra ciudad, otro orden, un mundo fuera del mundo con el que se atrevió, incluso, Walt Disney al sembrarlos de gatos inteligentes o de perros nocturnos pidiendo ayuda en la madrugada.
En el siglo XXI, esa realidad marginal ha perdido la vitalidad y el aire entre cotidiano y periférico de microsociedad con vida propia que tuvo antaño. Los tejados de las grandes ciudades han ido dejando de lado esa función. La acción conjunta de la arquitectura del rascacielos, el desprestigio social de las buhardillas y la caída en desgracia del ático suntuoso donde burgueses con inquietudes intelectuales amaban -¿cómo no recordar El Gatopardo?- ha dado paso al paraíso de los helipuertos, al escenario de vértigos y duelos en el límite de seres imaginarios como Batman o Spiderman, a la patria de una ficción de catástrofes, de persecuciones junto al abismo, de duelos irreales y de amores inverosímiles como el de Clark Kent y Lois Lane.
Manuel Rico (Madrid, 1952) es autor de Verano (Alianza, 2008), Espejo y tinta (Bruguera, 2008) y Trenes en la niebla (Espasa Calpe, 2005), entre otros libros.
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