El riesgo de la esperanza
Si algo ha quedado de aquella juvenil revolución es que existen esperanzas por las que merece la pena arriesgarse. Es verdad que el contexto se dibujó propicio. España andaba deprimida tras el fracaso del Mundial 82, en el que la selección de Santamaría no sólo quedó eliminada en la segunda fase, incapaz de ganar un partido de los dos que jugó ante Alemania e Inglaterra, sino que puso en tela de juicio cuestiones esenciales. La principal afectó a la forma de superar las decepciones. Porque cada país tiene su particular estilo de reinventarse. Los alemanes siempre han confiado en su físico, los italianos en su disciplina, los brasileños en su técnica, los argentinos en su carácter, hasta los ingleses creen en su reina. Pero el fútbol español fue cambiando de camiseta según el nombre del triunfador del día. Quisimos estrenar tantas identidades que terminamos por no tener ninguna. Es la servidumbre de los que confunden ilustración con pusilanimidad. Al menos, en Amberes, hacia 1920, teníamos la furia, aunque por culpa de su leyenda y de quienes la defendieron como genetistas dogmáticos se desperdiciaron generaciones enteras.
Butragueño rebasó los límites de un jugador. Yo creo que fue un modelo heroico...
... pues la regeneración global del país estaba necesitada de héroes para el futuro
Nosotros, simplemente, estábamos allí. Sólo queríamos divertirnos jugando al fútbol
Por otro lado, estaba el Real Madrid. Tres años sin ganar una Liga era una ofensa excesiva. La verdad estaba en el fútbol vasco. En la Real Sociedad y el Athletic, que se repartieron tres campeonatos. Y aún les quedaba otro. De manera que a Di Stéfano le entró un ataque de elocuencia. Es lo que suele ocurrirles a los hombres acorralados. Luego, vino el artículo de Julio César Iglesias, porque no hay verdades que no deban antes convalidarse mediante la palabra. Nosotros, simplemente, estábamos allí. Es la verdad. Si aquello importó un cambio de sensibilidad, aconteció sin enterarnos del todo, en un estado de alegre inconsciencia. Sólo queríamos divertirnos jugando al fútbol, llegar un día al primer equipo, ganar algún dinero. Una carrera no muy distinta a la de cualquiera de los cientos de niños que se cambiaban en la Ciudad Deportiva.
Tampoco puede negarse que el madridismo se fue pasando el mensaje boca a boca. Con los sms de hoy habría sido más fácil. Y tanto se extendió aquel rumor que un domingo se concentraron 80.000 espectadores en un partido de Segunda División entre el Castilla y el Bilbao Athletic. Lo que vino a subrayar aquel deslumbramiento, en el que habría que incluir a otros que no entraron en la foto de los cinco, es que había distintas maneras de interpretar el fútbol. La nuestra se relacionaba mejor con el balón que sin él. No es que fuera ninguna novedad, pero conviene recordar que los valores atléticos a la sazón se pagaban mejor que los técnicos. Ninguno de nosotros sobresalíamos por unos músculos fabulosos. De manera que tuvimos que encomendarnos a otros presupuestos: la inteligencia, la intuición, la imaginación, la anticipación. Y, por lo visto, aquello gustaba. El quinteto originario tuvo sus vicisitudes. Si Míchel se quedó sin debutar en la temporada en que lo hicimos los otros cuatro, yo me quedé sin el respaldo de Amancio en la siguiente. Estaba claro que como grupo cohesionado teníamos las horas contadas. Mi vida tuvo que buscar otro acomodo en Zaragoza, que vivió una etapa de éxitos, paralela a la del dream team, coronada con dos Copas de Rey y una Recopa. Fue entonces cuando dije aquella tontería de que no podía luchar contra un mito. Pero tal vez no me faltaba razón.
Butragueño rebasó los límites de un simple jugador. Unos puntualizaron que era un fenómeno social, pero yo creo que sobre todo fue un modelo heroico, tal como lo entienden los clásicos, porque la regeneración global del país estaba necesitada de héroes para el futuro. En el deporte, en la cultura, en la política, en el periodismo. Es harto sabido que la literatura biográfica emerge cíclicamente en periodos de confusión. En este sentido, Butragueño destacó como un buen reclamo para ayudar a cartografiar de nuevo la realidad española que empezaba a mirar hacia adelante en medio de una euforia creciente.
Si algo tenía Emilio que lo diferenciaba de nosotros era su sentido del tiempo. Para él, un segundo duraba más que para los demás. Y la gente se lo agradecía con el corazón al borde del infarto. El juego de Míchel era geométrico y racional. Todo lo que pasaba por su cabeza daba la impresión de haber sido planificado con antelación. En su inmensa computadora no había funciones injustificadas. A pocos jugadores he visto pensar con tanta precisión como a él.
Sanchís atesoró un compendio de virtudes. En sus salidas tenía una tracción explosiva y una conducción inimaginable para un defensa central. Los años le enseñaron a colocarse; su longevidad hizo el resto: le permitió ganar la Copa de Europa que se les había escapado a sus compañeros. Dice que fue en ellos en los que primero pensó cuando la alzó en 1998. Es digno de agradecer. A Rafa lo conocí en una eliminatoria de Torneo, aquel programa de televisión presentado por Daniel Vindel. Impresionaba su elegancia. A ella le añadía varios trucos visuales. El mejor era que te ponía la pelota delante de los ojos para llevársela luego por el lado más inesperado. Un mago.
Me dio un poco de pena cuando tuve que marcharme de Madrid, donde viví mi adolescencia. Aunque me alegraba pensar en lo que me esperaba en Zaragoza, que siempre creyó en mí. Algo que nunca recompensaré lo suficiente. Sabía que me alejaba de los mejores reflectores de la gloria. Pero yo tenía que ir a buscar la mía, por muy modesta que fuera. Cuando fuimos cayendo, se levantaron crueles infundios. Lógico, porque en este país gustan las grandes hogueras. Era previsible que sucediera algo así. De todos modos, el acoso fue exagerado. En estos días de nostálgicos homenajes, hemos vuelto a estar todos juntos. Hemos sido fotografiados como si fuéramos miembros de una banda pop que ha anunciado su vuelta a los escenarios. Pero ya no hay escenarios, no hay público, ni siquiera artistas. Sólo queda el testimonio de los que nos siguen recordando, aunque prefiero pensar que no más a nosotros que a la esperanza que en su día acaso representamos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.