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Columna
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Justicia para ricos

Es una desgracia lo que ocurrió días pasados en Madrid, que terminó con la vida del joven Álvaro Ussía. Todo el mundo sabía desde hace años que era necesario regular el sector de los porteros de discotecas y bares de copas, que no se podía poner a matones sin control en los locales nocturnos. No se puede estar pendiente del trato que ofrezca gente a la que se elige por su fortaleza física o sus conocimientos de artes marciales. Es un peligro tan claro que terminó con la desgraciada muerte de un joven. Ahora, como es costumbre en este país, llega la fiebre por cerrar establecimientos y para extremar las medidas de control sobre los locales nocturnos. Lo que llama la atención es el revuelo ocasionado, como si hubiera sido un hecho aislado cuando hay incidentes muy a menudo. Ha habido muchos otros casos, pero ninguno ha tenido tanto eco.

A los amigos y familiares de otros muertos no los recibieron en despachos oficiales, no los sacaron en los telediarios, no se hicieron ruedas de prensa, anuncios de cambios en la normativa o cierres de establecimiento. Bien es cierto que ninguno tiene apellido ilustre, ni es sobrino de un famoso escritor, ni va a un colegio de pago de Madrid de esos con uniformes verdes de falda de tablas y jersey con cuello de pico. Ninguno tenía compañeros con apellidos ilustres ni directores de centro con buenas relaciones. Eran ciudadanos normales que tuvieron la mala suerte de estar en el sitio inadecuado en el momento menos oportuno. Pero como no eran famosos no fueron portada de periódico ni abrieron un informativo.

El 31 de julio de 2005 ocurrió algo parecido en la Sierra de las Nieves. Antonio Bandera Trigueros era un joven trabajador de 32 años que iba a entrar en una caseta municipal en la feria de su pueblo, Casarabonela. La caseta de la Juventud estaba custodiada por tres miembros de la Legión de la base de Ronda, contratados como vigilantes por el propio alcalde del pueblo, Sebastián Gómez Ponce (PSOE). Antonio tuvo un altercado con los que hacían de porteros de la caseta y recibió una paliza. La ambulancia tardó 96 minutos en llegar y cuando lo hizo Antonio había muerto. Lo llevaron al sótano del cuartel de la Guardia Civil y lo enterraron en silencio. El asunto pasó al Juzgado de Instrucción 4 de Málaga donde, 40 meses después todavía está abierta la causa. La familia ha tenido que contratar los servicios del forense Luis Frontela, que ha dictaminado como causa de la muerte una contusión en el hemitórax izquierdo. Antonio estaba casado y tenía un hijo.

Era cerrajero. Una persona humilde, un trabajador como hay tantos en todos los pueblos y los barrios andaluces. No tenía tíos famosos, ni acceso a los despachos del poder. Su caso se pudre en un juzgado que en estos tres años ya ha tenido tres jueces diferentes. Se ha topado además con el intento municipal de echar tierra encima para que no se determine qué hacían tres legionarios de porteros en una caseta y cómo es que en una feria no había ni ambulancia ni médico. Antonio Bandera no era importante y como tal fue al camposanto. Su familia y sus amigos recuerdan aún el dolor de aquellos días y la injusticia de que no se condene a los culpables. Se desesperan cuando ven el intento de tapar el asunto. Se indignan cuando ven a un chaval de Madrid muerto en circunstancias similares cuyo caso alcanza un primer plano de la actualidad.

Piensan que en España hay que tener apellido noble para que se haga justicia. Los presuntos responsables de la muerte de Ussía están a disposición del juez. El caso de este cerrajero duerme archivado en un juzgado cualquiera, junto a cientos de expedientes de otros casos, sepultado por la lentitud de la justicia, atrapado en medio de intereses políticos y desidia. En el pozo del olvido. Por ser un sencillo trabajador de un pequeño pueblo de Málaga. Se llamaba Antonio Bandera Trigueros.

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