La pasión literaria
A Juan Marsé le conceden el Premio Cervantes. Mario Vargas Llosa se convierte en doctor honoris causa de la Universidad de Granada. Se trata de dos distinciones que recibimos los lectores de dos de los más importantes novelistas contemporáneos. Cuando nos preguntan por la utilidad de la literatura, los escritores cometemos la imprudencia de contestar desde el punto de vista del autor. Sólo la perspectiva del lector, ese lector que todos los autores también llevan dentro, permite afirmar la utilidad literaria. Hay muchos poemas y novelas inútiles, muchos escritores que, en vez de creerse genios, deberían dudar un poco de su trabajo. Pero los lectores apasionados sabemos que nuestra manera de ser, pensar, sentir, amar, odiar, se debe en una parte decisiva a los libros que hemos leído. Ningún lector verdadero puede dudar de la utilidad de la literatura.
Uno es del lugar donde ha estudiado el bachillerato, afirmaba Max Aub. Es verdad, porque la ciudad en la que uno ha sido niño y adolescente es el mejor ámbito para dialogar con el tiempo, con las cosas eternas que desaparecen y con las cosas extrañas que nacen y quieren quedarse para siempre, sin saber que todo lo sólido se desvanece en el aire. Yo fui adolescente y joven en Granada, pero habité otras ciudades al mismo tiempo. Por ejemplo, viví en Barcelona, sentí sobre mi cuerpo y mi experiencia el pasado de Barcelona, gracias a los poemas de Jaime Gil de Biedma y a las novelas de Juan Marsé. La literatura te hace vivir en ciudades que tal vez nunca llegues a pisar, saberte solo o acompañado en barrios quizá desaparecidos, soportar las noches solitarias y las músicas tristes en bares donde jamás has entrado.
El adolescente que buscaba la Granada desaparecida en 1936 y que se perdía por las alamedas del Genil, habitaba también el Carmelo de Juan Marsé, se reunía con amigos para contar historias de pistoleros anarquistas y personajes derrotados y entraba en los cines de posguerra, una posguerra 20 años anterior a la mía, para buscar en la penumbra una luz capaz de ennoblecer la realidad. Algo ineludible sucede cuando bajo una lámpara de Granada se lee la historia de una niña enferma que a su vez está leyendo en Barcelona otra historia sucedida en Shanghai, una fábula que le permite mantener la ilusión, esperar la llegada de un personaje que juegue con el destino y transforme la realidad miserable. La literatura abre las identidades cerradas, no niega nuestra propia manera de ser, porque de hecho forma nuestro carácter, pero nos ayuda a sentirnos acompañados por otras identidades que acaban siendo nuestras. Por fortuna, la pasión literaria sigue siendo el mejor desmentido del carné de identidad, de cualquier carné. Yo nací en Granada, sí, pero también en Barcelona o en Lima. El lector pertenece a un mundo en el que las identidades se acompañan más allá de cualquier formalización localista o dogmática.
Quizá sea menos significativa en este sentido mi admiración por Juan Marsé que por Mario Vargas Llosa. Con mi amigo Juan comparto ideas políticas, su anticlericalismo militante, el miedo a las consignas, las banderas y los nacionalismos, y un desprecio íntimo ante los ciudadanos neutrales y ante la agresividad puritana y estalinista de los que se consideran en posesión de la verdad. Con Mario Vargas Llosa comparto muy pocas cosas en política y no he tenido la suerte de contar con su amistad. Pero cómo le agradezco sus novelas, sus ensayos sobre la orgía perpetua de la literatura y su inteligencia a la hora de defender ideas contrarias a las mías. Vivir en Granada, Barcelona, Lima, Madrid, Macondo, La Habana o Nueva York me ha enseñado que el dogmatismo es una forma peligrosa de provincianismo intelectual. A la literatura, como escribió el Marqués de Villena, no deberían acercarse los idiotas.
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