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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Cirlot, príncipe triste

En la foto de esta austera habitación llena de "libros y espadas y con dos cruces góticas" vemos a la medievalista Victoria Cirlot en el despacho de su padre, Juan Eduardo Cirlot, gran poeta y personaje único, conocido sobre todo por su famoso Diccionario de símbolos. Como se puede apreciar, las espadas en la pared ya no son, salvo una, aquellas espadas del siglo XVI y XVII con las que le retrató Català-Roca, creando una imagen fetiche, cuyo atractivo mesmerizante experimenta todo el que las ve, empezando por André Breton y terminando por mí. Estas otras espadas Cirlot las fue adquiriendo luego y son mucho más antiguas y valiosas, espadas medievales, que eran las que más le gustaban. Hay incluso un gladio romano. Según cómo las mires parecen culebras muertas o cruces tremendas o signos de admiración, de afirmación, de elevación, de amenaza. Todas tienen el filo fuertemente mellado, recuerdo de los siglos durante los que han estado durmiendo bajo tierra, esperando la mano, como el arpa de Bécquer.

Las espadas parecen culebras muertas, cruces tremendas o signos de admiración o afirmación

Marcel·lí tomó la foto el otro día, después de la presentación en la librería La Central de Cirlot en Vallcarca, libro que reúne el poema en prosa La dama de Vallcarca -que Cirlot consideraba lo más potente que un escritor español hubiera realizado en "ortodoxo surrealismo"- y un ensayo crítico de Victoria, que resulta muy útil pues el poema es arduo, ondula, tiembla (el texto o el barrio), cruje como un gran insecto aplastado, las imágenes oníricas y alucinatorias y las asociaciones automáticas de ideas se acumulan y solapan y componen una atmósfera agobiante, las visiones apocalípticas caen en catarata, los tambores redoblan, las serpientes silban, el cielo se tiñe de sangre: diabólico marco sensitivo para un sacrificio ritual.

Vino mucha gente interesada. Allí recordamos cómo en 1956 Cirlot, adorador de Schönberg, orquestó en Vallcarca un homenaje de literatos y pintores que colgaron una placa conmemorativa en la casa de la Bajada de Briz donde el creador de la música dodecafónica vivió durante un año (1931-1932). Recordamos cómo Cirlot consideraba a los surrealistas "seres superiores"; cómo los descubrió en la biblioteca de Luis Buñuel en Zaragoza, de la mano de Alfonso, el hermano del cineasta, cuando él se hallaba en la ciudad del Ebro cumpliendo su segundo servicio militar (el primero lo hizo, durante la Guerra Civil, en el ejército de la República).

Recordé el divertido relato de Cuixart sobre la visita de ambos, el pintor y el poeta, al café de las tertulias surrealistas en la Place Blanche, donde el poeta, atormentado por el laicismo beligerante del grupo de Breton, irrumpió blandiendo un crucifijo y exclamando: "Je suis catholique! Je suis catholique!"... para deleite de Breton y los suyos, que luego consideraban haber asistido al mejor "hapenning" de los últimos años.

Conté que acaba de publicarse también Del no mundo, la poesía reunida de Cirlot entre 1961 y 1973, el año de su muerte. Un verdadero acontecimiento literario, que contribuirá al proceso que desde hace unos años viene rescatando la obra de Cirlot para devolverlo -es inevitable- al lugar que le corresponde como príncipe de los poetas.

Príncipe triste, pues en ese libro encontramos entre tantas otras maravillas el poema que Perucho prefería, Momento, aquel en que declara estar casi siempre triste, porque se acuerda demasiado de Roma y de sus campañas con Lúculo, Pompeyo y Sila, aunque pensándolo bien su tristeza era anterior a todo eso, "pues cuando era en Egipto vendedor de caballos/ ya era un hombre conocido por 'el triste'...".

Sí, Momento, aquel poema que empieza: "Mi cuerpo se pasea por mi habitación llena de libros y espadas y con dos cruces góticas".

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