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Columna
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Cuando fuimos reyes

Nunca estuve en Laracha. Tampoco sé en qué concello queda Vizoño. Me imagino que son de esas pedanías del hinterland coruñés en las que el campo ha dado paso a los edificios de apartamentos y que cuentan ya con más cemento que prados y más automóviles que vacas. Ocurre en todo el país, sin distinción. Esas casas en puro cemento, esas fincas valladas con el fantasma dentro, esas chapuzas que de repente rompen el encanto idílico de una aldea que ahora en invierno huele a hojarasca y a leña de carballo...

Nunca estuve en Laracha. Vivo muy lejos de Laracha, pero hace poco volví a esa caseta de bloques de hormigón en el que un árbitro de Preferente Autonómica, que debe ser como la Tercera, perdónen si me equivoco, vio aparecer como en una película de Clint Eastwood a un hombre armado con una pistola que le conminó allí mismo a que cambiara las reglas del juego. Es decir que el equipo local, el Vizoño, acabara perdiendo, como así fue, ante uno de los gallitos de la bisbarra, el famoso Laracha.

El árbitro era una especie de verdugo de Berlanga, un enterrador de la esperanza, un sicario

Fue leer la noticia y volver a mi primera adolescencia cuando en el campo de Chenlo, San Xulián de Laiño, concello de Dodro, jugaba el Laiño contra los enemigos de entonces: el Flavia de Padrón, el Sar de Extramundi, el Sporting Lampón de Escarabote, la Unión de Asados, el Palmeira de Palmeira... Domingos con el barrro hasta las orejas en los que había que echarle mucho valor para entrar con la cabeza a devolver el saque del portero. Nunca fue mi vocación ser defensa central, la verdad. Pero lo mejor estaba fuera.

Una parroquia armada de paraguas, no había pistolas, y habitualmente enfurecida con el árbitro que calentaba el genio a fuerza de coñacs y ponches y caña do país, los más viejos del lugar, y de ginkás de ginebra holandesa fockin los más jóvenes, normalmente de paso entre una estancia en las plataformas y otra en el Gran Sol.

El fútbol, lo que se dice el fútbol era lo de menos. Los transistores echaban humo siguiendo al Celta o al Dépor entonces en Segunda, pobres de solemnidad, y las gargantas escupían un rosario de blasfemias que hacía falta ser un Carballo Calero para entenderlas, hasta que un pitido más fuerte, un penalti determinaba una invasión del terreno de juego o la comparecencia de la benemérita que sólo lucía sus tricornios charolados en los duelos importantes.

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Siempre pensé en el árbitro, tengo obsesión con el árbitro, una figura lúgubre, que llegaba media hora antes en mobylette que no hablaba con nadie, que nadie sabía de dónde procedía. Simplemente entraba en la caseta y salía vestido de negro para rechifla de la concurrencia que a las cinco de la tarde ya tenía a Pedro Domecq como aliado natural.

El árbitro que era una especie de verdugo de Berlanga, un enterrador de la esperanza, un sicario de mal aliento, el árbitro al que normalmente se le caía encima la culpa del invierno, de la cirrosis, de la marcha de las cosas, de la falta de aire en aquel salvaje territorio del Lejano Oeste en el que los jugadores calentaban los músculos con unas friegas de Linimiento Sloan.

Mucho antes que la prensa deportiva hablara del remoto suceso, antes de que en los campos de España y del Señor hubiera insultos racistas y que el mundo se escandalizara de lo bárbaros que somos con otros pueblos, he visto muchas veces a ese pistolero personarse en la caseta y oliendo a bagazo y apenas sin poder hablar de la bolinga obligar al juez a cambiar las tornas o que a partir de ahora los penaltis cayeran en el saco de su equipo, no importaba cómo fuera el lance, así de esa forma brava en la que los hombres ajustaban las cuentas por entonces, de la misma manera que Tejero y aquella última asonada. Se sienten coño, o, mira estas balas, una de ellas puede ser para ti, hijo de perra.

Sigo sin saber por qué me ha impresionado tanto esta noticia, por qué le concedo incluso esa trascendencia propia de los símbolos. Puede ser una extraña forma de nostalgia del propio invierno y de los campos embarrados, de cuando fuimos reyes y nos coronamos con la primera Copa del Sar jugando contra el Flavia y mi abuela María, tan entendida, sacaba la banqueta y se ponía siempre en la tribuna que nadie la molestara. Al fin y al cabo siempre pienso que el folklore, que no la experiencia, es lo último que se pierde.

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