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Columna
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Hombres y libros

Gracias a la ciencia ficción, todos conocemos la temperatura a que arde el papel de los libros. Si reseño que esa cifra incivilizada es la de 233 grados centígrados, el detalle no resultará familiar; si la traduzco a los 451 grados Fahrenheit, quien más y quien menos regresará a la parábola de Ray Bradbury o al filme en que la trasladó Truffaut, y será catapultado a ese futuro donde leer estaba (estará) prohibido porque fomenta la independencia y la asociación de ideas, y existirán bomberos encargados de la labor que habitualmente se reserva al tiempo o la indiferencia, la de convertir las bibliotecas en ceniza. Por cuanto parece, nos hemos asomado a la orilla de aquel panorama que anunciaba la novela sin necesidad de intervenciones administrativas: el acto de leer, de coleccionar libros, de emplearlos con un objetivo distinto al de prestar lustre a la estantería, se ha convertido en una excentricidad.

Entre compañeros de oficina o padres que mecen a sus hijos sobre los columpios, el fútbol y la comunidad de vecinos constituyen temas de conversación tan forzosos como tranquilizadores; mencionar que uno lee, ponderar la última novela que guarda en la mesilla de noche o, peor, retirarse a una esquina para abrir ese objeto obsceno desatendiendo la importancia del córner o el peinado de la divorciada del quinto caen dentro del fango lamentable de la mala educación. Por eso los personajes de Bradbury tenían que reaparecer. Y no me refiero a los bomberos incendiarios, sino a otros más amables y meritorios: a esas sombras que recorrían los páramos de la novela repitiendo en la memoria los párrafos de sus obras favoritas. En cierto recodo de la trama, el protagonista, Montag, se topa con los hombres libro: individuos que conservan en sus cerebros congestionados volúmenes enteros y que los ofrecen a quienes tengan a bien oírlos para preservarlos del invierno del olvido.

En algo se asemejará nuestro presente al futuro que temía el autor norteamericano cuando los hombres libro ya se encuentran entre nosotros y son recibidos con los brazos abiertos. Es posible que tú o yo, o el compañero de oficina o el vecino con que balanceamos al niño en el columpio nos crucemos con ellos, en cualquier esquina de una de nuestras capitales. De momento, yo sólo los he visto en los noticiarios: gentes anónimas, sin un relieve especial, de las que uno esperaría encontrarse en la pescadería o la cola de la ventanilla de turno, quizá amas de casa o profesores jubilados, que de repente, como el poeta ciego, se convierten en envases de la musa y ponen su voz perecedera al servicio de una historia que viene repitiéndose desde mucho antes de que nacieran. Igual que músicos de la legua o esos mimos que exigen monedas por estarse quietos, tratan de despertar la atención de los transeúntes por un leve instante y de salpicarles con líneas, metáforas, pensamientos que se mueren en el interior de las librerías. Se trata de una reciente iniciativa de nuestra Consejería de Cultura, que así pretende sacar la literatura a la calle y salvarla del gueto polvoriento en que vive recluida, y que ha recibido una acogida entusiasta de parte de muchos amantes de la voz alta.

El libro, nos señalan Platón y Borges, fue ideado para remediar la desmemoria de los hombres, para conservar en un recipiente adecuado todo el acervo de lo que podía desaparecer con la muerte de quien alumbró una idea brillante o tropezó con un verso que no debía apagarse. En nuestros tiempos se lucha angustiosamente contra el mal de Alzheimer, se defiende la necesidad de la Memoria Histórica y las computadoras acumulan circuitos que les permiten almacenar universidades enteras, a la vez que los libros y su aviso se desvanecen en el aire. Quizá nos acerquemos a la era en que, definitivamente, el saber no ocupe lugar.

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