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Columna
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Barnices de idiotas

No hay nada que me moleste más que a los ciudadanos nos traten como a idiotas. Es verdad que, cuando éramos pequeños, a muchos de nosotros se nos enseñó a esconder la verdad y a hablar callando. Esto de hablar callando era hablar con voz queda; que no se supiera que se hablaba. Quienes cuentan con mi edad, años arriba o abajo, y vivíamos en familias con voz queda, observábamos como algunos de nuestros mayores sintonizaban la BBC o Radio Pirenaica para oír algo distinto. Veíamos que nuestros padres -las madres no, la mujer no era una igual y, salvo para casarse o tomar los hábitos, tenía que contar con autorización paterna o conyugal- con la oreja pegada a la radio; de esta manera el vecino -siempre había un vecino falangista o ganador- no sabía de estas sintonías, sólo las de soldadito español o las del novio de la muerte que las radios gritaban a todas horas. Eran tiempos de insinceridad. Recuerdo de aquel entonces que en los pueblos jueces, curas y Guardia Civil iban de consuno señalando los límites de la moral y el orden público. Decían, "niño -las niñas no tenían pecados y eran obedientes- has comulgado" o "no vayas al cine" si no te orientaba Acción Católica para que no pecaras. Uno decía "amén". Con este panorama, sin un pecado que llevarse a la boca, salvo el de esconderte y procurando que algunos vecinos pensaran que todos formábamos parte del Fuero de los Españoles, teníamos que parecer idiotas, y lo parecíamos, en defensa propia. Ahora en democracia, no tenemos porque ser idiotas ni parecerlo; menos que se nos siga tratando como a tales. Pues bien, a pesar de no serlo ni estar obligado a aguantarlo, da la impresión que a algunos nos ha quedado un barniz o, bien, algunos piensan que seguimos con este barniz. Me explico. Todos sabemos que el Estado de derecho descansa en tres pilares básicos: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. El juego de cada uno de ellos, sin sometimiento a los otros dos, permite vivir en libertad. Si uno u otros se paralizan, el Estado de derecho no es tal. Ni el Parlamento, que dicta las leyes; ni el Gobierno, que es quien gobierna; ni lo jueces que son los que representan el Poder Judicial -no el Consejo General, que es órgano administrativo- pueden darse una de paro. Es obvio. El paro implica que uno de los poderes del Estado está inactivo; su inactividad refleja que el Estado de derecho está viciado durante este tiempo y, lógicamente, se resiente. Una inactividad que, la pasada semana, han mantenido la inmensa mayoría de los jueces. Un paro que ha obligado a los ciudadanos a asumir sus efectos como si de los efectos de una huelga legal y con servicios mínimos -razón del servicio público- se hubieran fijado.

Sin duda, como sostienen estos jueces, a más medios personales y materiales podría darse una mayor eficacia. Lo que ocurre es que esta misma falta de medios que se denuncia es de antiguo y se ha ido subsanando por todos los gobiernos sin que lo notemos; lo que ocurre también es que este paro coincide con la sanción pendiente de un juez de Sevilla y con el nombramiento de los vocales del Consejo General del Poder Judicial en el que no están los que van por libre, ni las asociaciones minoritarias; lo que ocurre también es que el presidente del Consejo General sólo ha ido al Supremo a tomar café. Es probable que una de ordenadores más dos de jueces hubiera evitado el paro. No obstante, me temo, aún a riesgo de no ser idiota, que es más probable que el corporativismo, que el miedo a hacer frente a la responsabilidad profesional a través del control del trabajo y la pérdida de expectativas en alcanzar el poder desde la judicatura, contemplada también como una forma más de hacer política, han pesado más en la decisión de parar. Confiemos en que las aguas vuelvan a su cauce; que la libertad de expresión la continúen disfrutando hasta los miembros del Gobierno cuando no hablan como Gobierno pues serían actos de Gobierno, y que a los jueces se les pueda exigir responsabilidad sin escandalizarse ni hacer ruido de togas que están para servir al Estado de derecho y no del corporativismo.

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