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Columna
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Soledad, Stalingrado, París

Me dicen que la viejecita se llama Madame Pauli o Paulus, un nombre de tremendas resonancias en este continente cansado y lleno de viejas cicatrices, pues precisamente así se llamaba el general de las tropas alemanas en el cerco de Stalingrado, el que se rindió a los rusos y al que Hitler, creo recordar, dio la orden de no ceder hasta la muerte, en fin, el mariscal Friedrich von Paulus, pero no sé si la viejecita de la que voy a hablarles tenga algo que ver con él. Por edad podría ser, todo es posible en este mundo loco, y lo que voy a contar tiene que ver con ella, pues lleva un tiempo encerrada en su casa de París, un bello apartamento frente al Sena, y no ha habido poder humano que la convenza de abrir la puerta. Que se niegue a salir no tendría nada de particular si no fuera porque se le han ido acumulando las basuras, vegetales y orgánicas y de todo tipo, y un fuerte hedor invade las escaleras del edificio.

Está viva, dice el portero, pues todas las mañanas le sube el correo y lo deja frente a la puerta, y al final del día, cuando se da una vuelta de rutina, los sobres ya no están. Los vecinos, que primero estaban muy preocupados, ahora están enfurecidos. Y no es para menos, pues las escaleras huelen a diablos, lo mismo que los corredores de entrada, y dentro de poco el miasma entrará y se instalará en las casas. Atendiendo a las protestas, los servicios de limpieza de la alcaldía han venido ya cuatro veces al edificio, pero la viejecita no les abre, obligándoles a dar media vuelta e irse, pues el apartamento de Madame Paulus es propiedad privada y no pueden derribar la puerta sin orden de un juzgado. He escuchado decir que algunas veces contesta al teléfono, pero cuelga apenas le hablan. Tampoco abre las ventanas y mantiene las persianas bajadas.

La imagino sentada en un sofá, en la penumbra, rumiando quién sabe qué recuerdos, en una soledad densa e insoportable, resistiendo el cerco del mismo modo que debió hacer su probable marido, si en verdad fue el mariscal de campo Von Paulus y ella no murió en 1949, como dice la Historia. El uno cercado en Stalingrado, comiendo ratas y viendo morir a sus soldados de gangrena y de tifo, y ella en París, sesenta y pico años después, muriendo en medio de una montaña de basuras en un apartamento frente al Sena cuya vista ya no le interesa. Hay una aterradora simetría entre estos dos Paulus, como la hay entre tantos avatares humanos. También la imagino en su sillón, ilusionada por el timbre del teléfono, y su irritación al no oír las voces que espera, tal vez una hija desde Hamburgo o un nieto de Nueva York, algo que le dé ánimos para continuar, o incluso, ya en las brumas de la demencia, la propia voz del mariscal Von Paulus diciéndole, soy yo, Friedrich, estuve preso cerca del río Myschkowa, pero ahora estoy cerca, perdimos la guerra y estoy vivo, aún sueño con los crepúsculos de Dresde derretida por las bombas, vi amanecer en el Elba, espérame, no le abras a nadie hasta que llegue.

Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es autor, entre otros libros, de El síndrome de Ulises y Los impostores (Seix Barral).

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