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Columna
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Los cónclaves

No atraen, por lo general, demasiado la atención del vecindario. La calle entiende, con bastante acierto, que se trata de reuniones donde se dirimen cuestiones internas de los partidos políticos; y, a lo mejor, esa misma calle está más interesada por los nombres de la selección que ha de correr tras la pelota en una competición europea que por los apellidos de la nueva ejecutiva que acaba de salir elegida en el congreso de los romanos o de los cartagineses. Algunos comentaristas utilizan el término cónclave para referirse a esas asambleas periódicas de los partidos políticos, y el nombre también le resulta extraño a la calle, o a la quiosquera que aprendió en su tierna infancia que el cónclave era el encierro con llave de los cardenales para elegir a un papa. Aquí tuvo lugar hace unas semanas el cónclave del partido socialdemócrata del País Valenciano, ahora en la oposición, y acaba de finalizar el de la derecha de la Comunidad Valenciana, desde hace varios lustros en el poder.

Pero esas asambleas con sus delegados y sus propuestas y sus elecciones internas no carecen de importancia. Cuanto allí se dice, se propone o se elige termina por llegar más pronto o más tarde a la calle. Así, quien observase sin hostilidad ni zalamería el congreso del PSPV-PSOE, pudo darse cuenta de que buscaban a un dirigente y unas formas de actuar que les permitan algún día ganar unas elecciones en estas tierras convertidas en feudo electoral de la derecha. Fue un congreso plural donde los haya, con varios candidatos a dirigir un partido con siglas históricas que recibe centenares de miles de votos; un ejercicio democrático a años luz de las prácticas políticas de Bielorrusia. Se echaron a faltar, sin embargo, en el congreso de los socialdemócratas cuatro enunciados claros y distintos a los que formula de forma machacona la derecha gobernante, es decir, cuatro ideas precisas en el esbozo de un proyecto para la ciudadanía valenciana. Porque, de lo contrario, podría suceder en un futuro electoral lo mismo que en Baviera hace unos días: que se desmoronen en las urnas las murallas del bastión de la derecha - en el estado germano con práctica mayoría absoluta durante casi 50 años -, sin que aumentara lo más mínimo el número de votos de la socialdemocracia, en la oposición desde otros tantos años.

El cónclave del Partido Popular de la Comunidad Valenciana ha tenido otros tintes: ha sido un mar de zalamerías, besos, abrazos y unanimidades en las votaciones sin propuestas ni candidatos alternativos que ni aparecen ni se les espera. Hubo resentimiento, hostilidad, irritación disimulada, frase colérica y un pelín necia cuando aludían o apostrofaban al gobierno de Madrid: algo, por lo demás, a lo que ya nos tienen acostumbrados como la meteorología valenciana nos acostumbró a la gota fría. No tiene por lo demás mayor importancia, porque la reiteración aburre también a la calle, que acaba por desinteresarse.

Y también en el litúrgico y festivo congreso de la derecha se echaron a faltar propuestas claras de una derecha moderna que defienda, en primer lugar, la neutralidad, transparencia e independencia de los medios de comunicación autonómicos, cuyo máximo exponente de todo lo contrario, es la televisión valenciana; una derecha que habla de la herencia de nuestros nietos, y se olvida de conservar el territorio y el paisaje, atropellados por una torpe política del ladrillo, que empieza con el enriquecimiento rápido y finaliza con no poca crisis. Pero los éxitos electorales sumen a la derecha en arrogancia y no en reflexión. Y, claro, no son de fiar, porque el poder, escribió el historiador clásico Terencio, nunca es de fiar cuando es excesivo.

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