Desde el asiento trasero
1 - Se hace difícil regresar a Barcelona, la ciudad de las bengalas y de los turistas roedores, ese lugar que hoy es algo así como un Lloret con ínfulas culturales, tal como predijo Xavier Roig hace ya unos cuantos años. ¿Y quién es este Roig? Alguien que acaba de publicar en La Campana su escalofriante La dictadura de la incompetència, un lúcido ensayo sobre la sociedad civil catalana, a la que ve -no le faltan motivos- como una especie en peligro de extinción.
Se hace difícil volver, pero ya he vuelto. Lo que sucede es que me hago fuerte en casa, me resisto a salir. Temo que hayan iniciado la destrucción de la Diagonal, y eso ya no quiero ni verlo. Que no quiero verla, que decía Lorca. Aunque, de hecho, esa destrucción la iniciaron hace años, cuando la transformaron en intransitable y hasta altamente peligrosa para los paseantes. Pero ahora parece que la cosa va todavía más en serio. Se intenta copiar la ejemplar destrucción de la plaza de Lesseps de estos últimos 40 años. La plaza Lesseps, sí. Ese icono total de nuestra inigualable incompetència.
Dadas las circunstancias, no es extraño que esta noche haya soñado que la fachada de casa se abría a un paisaje urbano distinto, a un escenario como de cuadro de Edward Hopper, y yo seguía en Nueva York. Y qué diablos, es posible que siga ahí. Después de todo, nada nos dice dónde nos encontramos y, como diría Mark Strand, cada momento es un lugar donde nunca hemos estado.
No voy a comprobar si el paisaje soñado está ahí afuera, me bastará con saber que vivo en un momento y un lugar donde nunca hasta ahora había estado, extasiado ante Casa junto a las vías del tren, del pintor Hopper. Nadie ha descrito mejor ese cuadro que Mark Strand en su libro indagación sobre el sentimiento de extrañeza en el mundo de este pintor americano.
Su libro Hopper -Lumen, traducción y prólogo de Juan Antonio Montiel- es una literalmente maravillosa pieza ensayística de primer orden. En él corrige Strand lo que le parecen interpretaciones inexactas acerca de este artista. Porque Strand considera que la mayor parte de lo publicado sobre Hopper elude la pregunta fundamental de por qué gente tan distinta entre sí se siente conmovida de manera similar cuando se enfrenta a la obra de este gran autor. "Sostengo", escribe Strand, "que la pintura de Hopper trasciende el mero parecido con la realidad de una época y transporta al espectador a un espacio virtual en el que la influencia de los sentimientos y la disposición de entregarse a ellos predominan. Mi lectura de ese espacio es el tema de este libro".
2
- Strand cuenta que con frecuencia tiene la impresión de que lo que observa en los cuadros de Edward Hopper son escenas de su propio pasado. Quizá eso se deba, dice, a que él era un niño en los años cuarenta y a que el mundo que conoció era "en muchos sentidos idéntico" al que puede contemplarse en esos cuadros. Quizá se deba a que el mundo adulto que le rodeaba entonces le parecía tan remoto como el que surge en esas obras de Hopper. "De niño, el mundo que me fue dado ver más allá de mi propio vecindario lo descubrí desde el asiento trasero del coche de mis padres. Fue un mundo apenas entrevisto al pasar, y sin embargo estaba ahí, quieto. Tenía una vida propia: no sabía de mí ni le importaba que yo pasara cerca en algún momento particular".
Strand ve en los cuadros de Hopper una tensión entre la idea de estar de paso y la que nos compele a querer quedarnos. Es un mundo mental siempre paradójico y con paralelismos con el de Kafka. En Escalera, por ejemplo, un cuadro pequeño y misterioso de Hopper, se nos insta, según Strand, a ir hacia delante, mientras que algo parece insistir en que permanezcamos en el mismo lugar. Es una constante en toda la obra de este pintor. En el famoso Aves nocturnas -tres personas y un camarero en un bar-, lo mismo: un imperativo nos apremia a seguir adelante, y otro, que es fuertemente dominado por la imagen de un lugar iluminado en medio de la ciudad oscura, nos incita a permanecer.
Nadie ha llegado antes que nosotros a ese cuadro y nuestra experiencia será enteramente nuestra, dice Strand.
Sus palabras me recuerdan ciertos momentos únicos -únicos porque predomina una repentina disposición a entregarnos a los sentimientos- en los que con mis hermanas nos separamos del grupo familiar y comentamos cómo veíamos antaño el mundo desde el asiento trasero del coche de nuestros padres, y coincidimos en que teníamos la impresión de que ese mundo de afuera tenía un mundo propio y no sabía de nosotros ni le importaba. Es más, era obvio que ese mundo no esperaba nada de nosotros, salvo una rendición llena de dignidad ante lo inevitable. Era un mundo parecido al que veo en este preciso momento, cuando nadie me dice dónde me encuentro y cada instante es un lugar donde nunca he estado. Acabo de salir afuera y tengo ante mí una altiva casa junto a las vías de un tren, una sólida mansión que parece dar la espalda al lugar al que me dirijo, cualquiera que éste sea.
Teníamos mis hermanas y yo algo de personajes de Hopper, cada uno con su asiento asignado, su destino perfectamente delineado. Éramos como niños que parecía que no tuviéramos nada que hacer: personajes que, atrapados en el espacio de una abstracta espera, sentíamos que debíamos hacernos compañía, sin lugar adonde ir, sin futuro en una Barcelona -la Barcelona imbécil, la llamaría años después Oswaldo Lamborghini- que desconocía entonces el terrible futuro que le esperaba. La verdad, y lo digo con todo el sentimiento, es que con mis hermanas sólo podemos estremecernos cuando recordamos nuestros puntos de vista allá en la parte trasera de aquel automóvil con el que empezamos a rodar por la vida.
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