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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un gran maestro de ajedrez

Para herir mi modestia acepté ser jurado de un premio en el festival Docúpolis que distingue al mejor entre los cerca de 300 documentales óperas primas procedentes de todo el mundo que se han presentado a concurso. Juzgar ha sido una experiencia muy interesante. "Al final hubiera preferido ser profesor en Basilea antes que Dios, pero no he osado llevar mi egoísmo tan lejos como para omitir la creación del mundo", como dijo el filósofo, ya cruzadas las fronteras de la locura. Estos días pasados, de tanto observar vidas ajenas e insólitas, algunas en verdad asombrosas, y comprobar una vez más cuán grande y diverso es el mundo y las experiencias de los seres humanos sin que el universo se entere, me ha parecido ver esas fronteras no muy lejos. El lector puede repetir esa interesante experiencia, si le apetece, pues una selección de los mejores documentales se proyecta de doce de la mañana a doce de la noche cada día en el CCCB, hasta el domingo, día de la entrega de los premios.

A veces los realizadores tienen la ambición de explicar, junto con la peripecia más o menos insólita del protagonista, el país en el que vive o la época histórica que le ha correspondido. Por ejemplo, Silvana Ceschi y Reto Stamm, autores de La reina del condón, han seguido los pasos de una joven alemana del Este que en los años sesenta se casó con un oficial cubano, se mudó a La Habana y se convirtió en la educadora sexual oficial de la dictadura castrista. En su programa de televisión la sexóloga combatía la ignorancia, predicaba contra el machismo y por el uso correcto del preservativo, y levantaba tremendo escándalo con su tono científico y germano, hasta el día en que dijo algo que disgustó a las autoridades y fue devuelta a Rostock, a las frías orillas del Báltico, donde, ya vieja, no para de pensar con alguna amargura en aquellos años, los más exaltantes de su vida.

En Play me allegro, de Alon Alsheich y Eran Yehezkel, la cámara acompaña durante un año a Julia, una inmigrante rusa que vive con su hija de cinco años en un kibutz en Palestina, rodeado de alambre de púas y donde de vez en cuando se oye por los altavoces la alerta de bomba, seguida de la explosión de un misil. La cámara asiste a la vida cotidiana de Julia, se convierte en el confidente de sus dudas, la escucha argumentar, registra la evolución de sus ideas hacia el desafecto a la política de su país de acogida. Al cabo de un año la voz en off de cámara dice: "Hasta ahora no me había dado cuenta, Julia". ¿De qué? "De que eres guapa". Ella y el hombre invisible se enamoran. La última secuencia retrata la boda y el paseo posterior junto a las alambradas, mientras suena el monocorde aviso de bomba. Es una película excelente.

Algunos de los documentales se centran en la vida de personalidades atractivas o especiales. En el de Marcel Wehn Uno que se fue: los primeros años de Wim Wenders, el conocido cineasta alemán trata de explicarse a sí mismo y explicar sus películas europeas, aquellas en blanco y negro y con guión de Peter Handke que a mi generación le gustaron mucho. El hombre que atravesó el Sáhara reconstruye la vida y muerte de Frank Cole, un cineasta enamorado del desierto que lo atravesó en la sola compañía de un camello, desde el Atlántico al mar Rojo, lo que le llevó un año, y durante el largo periplo filmó una película muy lírica y muy premiada: Life without death. Como los indios de El hablador, de Vargas Llosa, que están convencidos de que el día que dejen de vagabundear por la selva el cielo se desplomará, Cole estaba obsesionado con la muerte y creía que mientras uno camine está a salvo, seguirá viviendo. De hecho, nada más terminar el montaje de esa película quiso repetir la hazaña y regresó al Sáhara, donde unos bandidos de los que abundan en aquellas soledades lo sorprendieron y lo mataron a palos.

Una de mis películas favoritas es El jugador, de Kaupon Kruusiauk. Cuenta la vida de Jaan Ehlvest, un gran maestro del ajedrez lituano que años atrás se batió contra Karpov y contra Kasparov; pero ya es cuarentón, el nivel de su juego ha bajado, y Ehlvest sigue el circuito de campeonatos regionales, estatales, municipales y hasta parroquiales de Estados Unidos, "el único país del mundo donde aún se puede ganar dinero con el ajedrez". Para él, lo ideal sería dormir siempre en los hoteles, "donde te lo hacen todo, tú sólo tienes que pagar la cuenta", y vivir a la luz de neón de las naves industriales, palacios de congresos, salones municipales y casinos de mala muerte donde se celebran esos torneos. Vivir en esas atmósferas malsanas y mal ventiladas, alienarse del mundo, pensar sólo en jugadas de ajedrez, ese juego infinito: un sueño casi tan tentador como ser Dios o incluso maestro en Basilea, pero del que es inevitable despertar. ¿Y dónde?...

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