Barenboim en su espejo
Una de las cosas más horrendas de la música -de la clásica y de la otra, casi más de la otra- es el culto a la personalidad. Uno va al concierto de un ídolo y la reacción del público -que amortiza el gasto con el aplauso enfervorizado- es tan previsible como suele serlo el resultado artístico. Daniel Barenboim pertenece a esa categoría de los idolatrados pero detrás de las apariencias hay algo más. Su vida es una sucesión de avatares personales, artísticos y hasta políticos que alguien que no fuera tan inteligente como él seguramente hubiera gestionado bastante peor. Viudo de uno de los mayores talentos que ha visto la música en cualquier época -la violonchelista Jacqueline du Pré, fallecida muy joven de una esclerosis múltiple-, hubo de apencar con la difícil papeleta de qué hacer con su ánimo después de eso. Ha crecido como músico desde la cumbre a la que llegó como pianista siendo todavía casi un adolescente y se las ha visto con el Festival de Bayreuth, la Sinfónica de Chicago o la Ópera de Berlín. Supongo que ha ganado mucho dinero. También en España. Viene a Madrid todos los años a dar un concierto en la Plaza Mayor por el que cobra una fortuna, pero la culpa no es suya, sino de quien le paga. Lleva toda la vida tratando de llegar a lo más hondo de un compositor que le interesa especialmente, Mahler -judío como él, director de orquesta como él-, después de haber entendido a Mozart como pocos o de haberse implicado a fondo con un contemporáneo como Carter. El resultado más visible es que se trata de uno de los escasos músicos sección clásica que les interesa a los periódicos y de uno de los más conocidos por el público que va a los conciertos a cumplir un trámite social o seducido por su nombre.
Pero hay en Barenboim algo que lo distingue de la mayoría de sus colegas. Y no sólo lo inteligente que es, lo bien que se explica y lo perfectamente amueblada que tiene la cabeza, sino -a través de ello- las cosas que dice sobre la realidad. Por ejemplo, en el libro El sonido es vida (Belacqva, 2008), cuyo desafortunado título en castellano -en inglés es Music Quickens Time- parece anticipar un tratadillo de autoayuda. En él explica la peripecia de la West Eastern Diwan Orchestra, su maravillosa agrupación de músicos árabes e israelíes, con sede en Andalucía -y a la que tanto ayudó en alguna ocasión la diplomacia española-, que se inventó con su amigo Edward Said -"mi alma gemela"-, recuerda la figura de su admirado Furtwängler o la de su en tantas cosas mentor Pierre Boulez e intenta explicar la música de Wagner desde sus antípodas ideológicas. Habla de música con experiencia práctica y conocimiento teórico y de política como alguien que si no lo hiciera no podría mirarse en el espejo a la mañana siguiente. Se trata, como él dice, de "desafiar al intelecto y al carácter". O, como decía Pau Casals, de comprender que para el músico hasta la afinación es una cuestión moral.
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