Parodia y melancolía
Tras exhibirse el pasado verano en la Schirn Kunsthalle de Francfort, y comisariada por el filósofo alemán, experto en temas artísticos, Borís Groys, esta muestra consta de un nutrido conjunto de obras y documentos de unos 25 artistas diferentes de dos generaciones sucesivas, cuyo cénit operativo hay que situarlo entre las décadas de 1960 y 1990. Tiene, de entrada, el doble interés de su tema en sí, el del arte conceptual ruso de la era soviética, que en nuestro país conserva todavía el aliciente de lo exótico, y el de su planteamiento, que se centra en su precisa contextualización histórica, rara avis en casi todas las exhibiciones de este arte en el mundo occidental, pero el de una contextualización que, sorprendente y paradójicamente, arroja una nueva luz para comprender mejor el camino en paralelo que emprendió el arte conceptual occidental y, en general, el de la situación de las últimas vanguardias occidentales entre 1960 y 1980. Como se puede apreciar en esta apretada síntesis informativa, hay, en efecto, de entrada, muchos alicientes en este proyecto que ahora se nos presenta en la Fundación Juan March, que, por otra parte, ha organizado varias muestras en el pasado sobre el arte de vanguardia ruso de antes y de durante la revolución soviética. Añadamos para terminar con esta coda informativa, que, en nuestro país, al hilo de lo que ocurría en los países occidentales más dinámicos al respecto, a partir, sobre todo, de 1990, cuando se relajaron las barreras que hacían invisible esta insólita vanguardia conceptual, también empezó a circular la obra de algunos de estos artistas por diversos motivos y con diferentes propósitos, aunque nunca con las características del proyecto que ahora se nos ofrece.
La mayor parte de la obra conceptual rusa alcanzó su mejor definición durante la vigencia del régimen soviético Además de una selección de artistas y obras muy ajustada, Borís Groys hace un análisis imprescindible del fenómeno
Con la aguda brillantez que le caracteriza, pero, en este caso, también con el profundo y exhaustivo conocimiento directo de causa, pues estuvo viviendo en Rusia durante los años de la génesis y primer desarrollo del conceptualismo ruso, que surgió aún en plena etapa soviética, Borís Groys no sólo ha hecho una selección de artistas y obras muy ajustada, sino que ha escrito, en el catálogo de la muestra, un análisis imprescindible del fenómeno. No haría, sin embargo, esta última observación si no fuera porque el arte conceptual en sí, occidental o soviético, gira precisamente, como sugiere su misma formulación, sobre la interrogación acerca de qué es el arte, intentando así sus representantes que éste se sustrajese de los condicionantes que lo limitaban a un determinado cauce y mostrase una faz verdaderamente liberadora. Aunque sabemos cómo en el mundo occidental fracasó ese proyecto, o, al menos, en sus originales pretensiones, porque la remisión de la imagen a la palabra escrita no sólo no consiguió romper el mercado artístico, sino, como muy bien apunta Groys en su texto, involuntariamente animó a la objetualización artística y, por tanto, mercantil de la escritura, y aunque, asimismo, también podemos intuir que el conceptualismo ruso de la época comunista fue perdiendo su original aura, el poder ahora conocer el muy cualitativamente distinto trasfondo de éste nos produce muchas apasionantes iluminaciones sobre lo que fue el arte conceptual y sus todavía hoy operativas derivaciones.
Pues bien, lo que aclara Groys sobre la historia del arte conceptual ruso -que no fue directamente perseguido por las autoridades soviéticas, como tampoco, por cierto, lo fue la vanguardia artística española en general durante la dictadura franquista, salvo, naturalmente, que las obras portasen al respecto alusiones explícitas inteligibles y/o sus autores desarrollasen una militancia política adversa- es que el propio régimen soviético se basaba en una economía simbólica de naturaleza conceptual y, por tanto, que los artistas conceptuales que, por la razón que fuera, se oponían o eran disconformes con él, se veían abocados a la parodia, cuyas reconocibles réplicas de la retórica oficial produjesen el efecto de una reacción irónica en el hombre común. De manera que los conceptualistas rusos no sólo no podían rebelarse frente al mercado en un país donde no había mercado capitalista y el mercado estaba regido por los valores materiales atribuidos a las cosas por la ideología, sino que su eficacia crítica no podía -ni debía- poner en marcha los alambicados juegos analíticos del conceptualismo occidental para desmarcarse de la cultura pop, siendo el pop soviético, por así decirlo, el académico realismo socialista al que había que parodiar mediante su literal replicación. Por lo demás, a diferencia de la vanguardia occidental de cualquier índole u orientación, por lo menos, desde la segunda mitad del siglo XX, que siempre contó con un apoyo institucional y mediático, la vanguardia rusa de ese mismo periodo careció de otro público que el familiar e íntimo, con lo que nos proporciona un ejemplo único, y, por tanto, apasionante, de cómo el arte se puede desarrollar sin ninguna clase de apoyo o aliciente hasta casi emplazarse en el límite de la invisibilidad, que es el de su inexistencia.
Por lo que vamos comentando, se puede comprender que la mayor parte de la obra conceptual rusa alcanzó su mejor, por más exacta, definición durante la vigencia del régimen soviético y que, más o menos exitosa, su prolongación posterior ha perdido, cuanto menos, su "personalidad" histórica, cuyas señas de identidad ya no pueden sobrepasar los límites del "color local", que es el que define hoy cualquier arte nacional en nuestro mundo capitalista globalizado. Pero, en todo caso, hay otra cosa, dentro de esa obra de los conceptualistas rusos históricos, que ha "personalizado" sus asépticos signos materiales replicantes, que es el efecto de una melancolía impremeditada y adventicia. Esto es algo que yo recuerdo de mis primeras impresiones cuando tuve acceso a las obras de, entre otros, Iliá Kabakov, Érik Bulátov y del tándem formado por Komar & Melamid, los primeros en alcanzar celebridad en Occidente, pero si este efecto melancólico era percibido por la sensibilidad de un contemplador occidental, mucho más debió y debe producirse en cualquier contemplador ruso de su misma generación. Este paso de la parodia crítica a la melancolía, o, si se quiere, de la intención intelectual a la derivación sentimental, una de las razones de la capacidad de supervivencia histórica del arte de cualquier época, me parece una de las características más singulares del arte conceptual ruso de la era soviética. También me parece muy sugestivamente relevante algo que ya viene insinuado en el título mismo elegido para la muestra que ahora se exhibe en la Fundación Juan March. Me refiero a lo de "la ilustración total", que se refiere, en primer término, a lo antes explicado del solapamiento del arte conceptual ruso con la naturaleza conceptual del régimen soviético, pero que también deja abierto el portillo para encarar el asunto desde el mismo fundamento histórico de todo el revolucionario arte de nuestra época, surgido desde el último tercio del siglo XVIII, como la ensoñación utópica de una Gesamtkunstwerk u "obra de arte total", la obsesión recurrente que ha signado el ideal de prácticamente todas las vanguardias desde el romanticismo hasta hoy.
No creo, en fin, durante los últimos años, haberme interesado tanto en ningún proyecto de exposición histórica del arte de la segunda mitad del XX como me ha ocurrido con el de La ilustración total. Arte conceptual de Moscú 1960-1990, el cual no sólo ha logrado reunir a todas las figuras relevantes del mismo, conocidas o desconocidas, sino que consigue que un material, en principio, todo lo arduo que se espera que sea cualquier arte conceptual, ruso u occidental, capture la atención del espectador y, más allá de la muy concisa área temporal y espacial por él acotada, positivamente le haga pensar sobre la historia y el destino del arte contemporáneo. Por último, ni que decir tiene que nos hallamos ante una exposición muy esmeradamente seleccionada, lo que significa que ha tenido que contar con la aportación de muchos museos y colecciones de todo el mundo, y afrontar un esfuerzo suplementario en el montaje, que, en este caso, adquiere una importancia crucial. -
La ilustración total. Arte conceptual de Moscú 1960-1990. Fundación Juan March. Castelló, 77. Madrid. Del 10 de octubre al 11 de enero de 2009. www.march.es/
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