Falsificaciones
En una sala más bien precaria del Museo Arqueológico de Sevilla se exhibe, sobre un tapete, un ajuar de pectorales, dijes y zarcillos que parece haber servido a una princesa de dibujos animados. Una cartela previene al visitante de que se trata del hiperbólico tesoro del Carambolo, con el que unos albañiles se toparon en el subsuelo de La Real Sociedad de Tiro de Pichón de Camas, y que las piezas están compuestas de un oro más puro que los sueños de los niños. Entonces surge la duda: parece imprudencia o mera estupidez guardar tal dispendio de metal precioso, por no hablar de su vejez, en un cuarto a media luz que recuerda al sótano de una morgue, y uno se pregunta si la seguridad no debería recurrir a sofisticaciones mayores que una urna de cristal cansado. Hasta que por fin nos enteramos de que en realidad los adornos de la novia son mera bisutería, y de que los originales viven entregados a la oscuridad de la cámara acorazada de un banco donde no puedan excitar la codicia de los amigos de lo ajeno. Del descubrimiento fortuito del tesoro acaba de cumplirse ahora la friolera de medio siglo. Sobrestimar su importancia parece imposible: los arqueólogos le adjudicaron una edad de 28 siglos y lo reconocieron como uno de los exiguos testimonios que nos restan de esa civilización borrosa, la de Tartessos, que presuntamente habría florecido en el sur de la Península en los tiempos de Troya y que hasta la fecha compartía las nieblas del mito con la Atlántida y el buque de Noé. Escatimar al público una chatarra de tal valor no concuerda con una administración interesada en la difusión de la cultura; lo mismo que poco conviene exhibir una millonada en una habitación franca donde cualquiera con menos escrúpulos de la cuenta parece invitado a servirse de los muestrarios como del escaparate de una pastelería. Solución: la inevitable falsificación, recurso provisional al principio que ya se prolonga durante 50 años, y la sensación, por parte del curioso, de estar viéndoselas con juguetes de latón de los que llenan la leonera de los niños.
El problema se halla en la menesterosidad del Museo Arqueológico, un edificio comido por los achaques que espera una reforma que nunca llega, y en su incapacidad para proteger algo más que pedruscos con caries. Pero la cosa va más allá y plantea otros interrogantes, no por repetidos menos inciertos: el principal, el de si las obras de arte o la historia deben ofrecerse a la vista de todos aun a riesgo de su integridad, el de si es lícito alimentar la expectación pública con imitaciones que, mal que bien, den una idea aproximada de lo que es más prudente que permanezca en la sombra. Me pregunto si veremos el día en que en lugar de la Victoria de Samotracia presenciemos sobre la escalinata del Louvre un bloque de mármol que se le parezca de lejos y que los turistas puedan palpar y grabar con sus cortaplumas sin desdoro del patrimonio. En un sugerente ensayito incluido en su recopilación Todo es comparable, el arquitecto Óscar Tusquets aboga por esta cultura del simulacro y denuncia lo que él llama la superstición del original: para apreciar las bondades de la Gioconda vale mucho mejor una reproducción detallada que pegarse a la nariz que una imagen lejana y turbia al fondo de una caterva de japoneses. Reconozco que los argumentos de Tusquets me convencieron cuando los leí, pero ahora no sé: significan lo mismo, supongo, que valorar un paisaje por el mapa que lo representa y consolarse de la ausencia del otro a través de la voz distorsionada que circula por el teléfono. Por lo que parece, pasará tiempo antes de que el Carambolo nos muestre de par en par su rostro auténtico; de momento, podemos consolarnos con su sombra platónica en el fondo de la caverna, es decir, de un sótano pésimamente acondicionado.
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