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Columna
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Re-Paul

Leí el comentario de un lector, insinuando que los obituarios sobre Paul Newman estaban pre-cocinados. Se equivoca. Esa táctica, que se practica en las redacciones para tener ya hecha parte del trabajo cuando se produce el previsto desenlace, no se produjo en el caso de Newman. Barrunto que, en el fondo de la conciencia de todos, existía el deseo y la necesidad de que Paul Newman no nos dejara nunca. No queríamos que se muriera y no creíamos que fuera a hacerlo. Quienes amamos a Paul tenemos ya una cierta edad muy cierta, y pertenecemos a un mundo que ahora mismo naufraga en la podredumbre moral. Paul era un referente de seriedad y estilo: perderle era impensable. Ignorábamos que, incluso al fallecer, iba a prestar un servicio a esa humanidad que él representó como pocos.

Quiero decir que, en medio de este tufo a codicia revirada, a vidas inútiles y a vanidades fugaces que son los periódicos -la televisión ni la miro, salvo para series-, irrumpió el aire fresco y limpio, la diáfana despedida de un hombre de los de antes, de los que se vestían por los pies, que decían las abuelas. De los que no se traicionaban. De los leales.

Y por unas horas, por un escaso par de días, nos reunimos en torno a él como si supiéramos que en el futuro en el que nos adentramos no habrá sitio para seres de su altura. Gente de su estatura moral sí la habrá, claro. Pero no llegarán a nosotros. No tendrán tiempo. Nunca sabremos cómo los aplastaron.

Un lector también se refirió a que la última escena de Veredicto final era muy triste. No. Era glorioso: la soledad de un hombre que no admite caminos torcidos.

Ojalá le hubiéramos escrito esas páginas antes de su hora, metiéndolas en la nevera. Dicha práctica ha salvado algunas vidas. Reacción supersticiosa del moribundo, supongo. Sospecha, y no se muere.

Debimos hacerlo con Paul.

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