El difícil equilibrio
A todos nos da seguridad tener referencias: el país en el que habitamos, las lenguas que hablamos, la familia a la que pertenecemos... Nos identificamos con esas raíces. En Galicia, nuestras referencias colectivas más importantes son una lengua con la que nos entendemos casi todos y un territorio que nos alberga. Claro que, en una sociedad plural, las identidades se expresan con diferente énfasis: el nacionalismo tiende a sacralizarlas, el galleguismo no ha actualizado su corpus teórico y no sabe cómo moverse entre ellas, y el regionalismo se queda en lo folklórico, en "la gallegada". Pero todos estamos de acuerdo en que es necesario compartirlas socialmente y, al mismo tiempo, arriesgarse a mezclar unas con las otras, sean europeas o mundiales, porque son modulares y deben articularse entre sí en un encaje a veces arduo: soy compostelano del casco viejo, gallego, español y europeo, según las coordenadas en las que me mueva en cada momento. Sólo que en este mundo complejo, abierto, hay identidades poderosas y frágiles, y se puede tener la tentación, invocando un falso cosmopolitismo, de esquivar o infravalorar las peculiaridades del nosotros.
Lengua y territorio demandan de quienes se sitúan en los extremos un esfuerzo de aproximación
El gallego, en el ámbito urbano, se está consolidando como lengua ritual, se usa en los hemiciclos y despachos y luego se abandona en la esfera privada, mientras que en el mundo rururbano y rural sucede justo al revés, el ritual es el castellano. Por su parte, el territorio, ese concepto con el que tan a menudo nos llenamos la boca, ha estado sometido a desconsideraciones de todo tipo desde la ignorancia y el desconocimiento de sus características y valores geográficos.
Pues bien, abordar el binomio lengua y territorio para fortalecer los dos pilares de nuestra esencia exige a las fuerzas políticas y al tejido social buscar un denominador común que es necesario elaborar y aplicar todos los días, con finura.
En primer lugar, en lo político, pues es sabido que los partidos suelen ponerse de acuerdo en los grandes documentos, aunque luego su aplicación sea otra cosa. Pongo como ejemplo la ley de normalización lingüística o las directrices de ordenación del territorio, que se anuncian ahora con un consenso superior al 90%. Por cierto, la palabra más repetida en este documento, la que más se proclama a la hora de presentar, descifrar, planificar la Galicia del futuro, es identidad. Ya no la del país, sino la personalidad territorial de cada comarca, cada una con su sabor, con un perfil paisajístico especial.
En segundo lugar, en lo social. Sigue habiendo en el ámbito urbano una especie de vergüenza lingüística, como si hablar en gallego distanciase de las clases sociales en las que se aspira a escalar. El proceso de urbanización conlleva el abandono del uso de una lengua que, por otro lado, fonéticamente nos está denunciando cada vez que abrimos la boca. En materia territorial ya podemos implantar normativas y planes, leyes y decretos en torno al uso del suelo y al paisaje que, si no hay un convencimiento social, no irán adelante.
En tercer lugar en lo cultural. A despecho de Steiner, ¿no es el idioma gallego un importante vehículo de cultura? ¿Por qué hacer de él, de su uso y su enseñanza un problema, siendo tan fácil y comprensible en el ámbito de las lenguas románicas? ¿Quién está dispuesto a asumir, por un papanatismo globalizante, que en esta generación y por desidia, el gallego como lengua y como cultura se devalúe o incluso desaparezca? Y en relación con el territorio, ¿acaso no es necesaria una visión cultural y geográfica previa para acometer de cualquier intervención?
En cuarto lugar en lo económico. El interés económico del territorio es incuestionable, pero buscar el equilibrio entre su conservación y su transformación siempre será complejo. No puede estar sometido solo al interés inmobiliario, de explotación de recursos marinos o geológicos, ni, por el contrario a una intocabilidad paralizante. En lo que atañe a la lengua, en una humanidad cada vez más anglófona, hispanófona y, en los puestos de cabeza, lusófona, no cabe ignorar los potenciales beneficios de conocer una lengua que nos aproxima a otra de las más importantes de este planeta global.
Lengua y territorio demandan de quienes se sitúan en los extremos del entusiasmo o el escepticismo un esfuerzo de aproximación. Conseguir el equilibrio es ineludible para evitar la confrontación.
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