Recuerdos urbanos
El barrio del Zaidín ha celebrado esta semana sus fiestas. Situado entre los ríos Monachil y Genil, tuvo su origen en 1953, cuando las autoridades franquistas quisieron demostrar la extrema caridad del Caudillo a través de la construcción de viviendas sociales. La madre de don Servando, el inquieto gobernador civil de la ciudad, se llamaba Adela, y por eso se le puso el nombre de Santa Adela al Patronato encargado de realizar la magnánima empresa. La festividad de Santa Adela cae en septiembre, y don Servando honró con su presencia la celebración de las primeras fiestas del Zaidín, inauguradas con una misa de campaña en la plaza del Generalísimo. La plaza era muy grande y popular, rodeada de casas con corral y de acequias, huertas, vaquerías y gente modesta.
Los periódicos anunciaron mucho por aquellos años, casi siempre coincidiendo con el 18 de julio, la inauguración de grupos de viviendas para acoger a las víctimas de los terremotos, las lluvias torrenciales y la mala vida de las cuevas granadinas. Llegaban coches oficiales con arzobispos, gobernadores civiles, alcaldes, capitanes generales y ministros visitantes. Las autoridades descubrían sus placas y prometían la luz, el agua corriente y el asfaltado de las calles. Luego se iban y dejaban el territorio preparado para la oscuridad, los charcos y el barro. Las caridades son mucho menos disciplinadas que los derechos, y entre inauguración e inauguración, o promesa y promesa, iban pasando los años.
El Zaidín era la versión de la lejanía que más a mano le quedaba a un niño granadino nacido al final de los años 50. Cuando me regalaron mi primera bicicleta y me cansé de recorrer los senderos de los Jardincillos del Genil, quise imitar las gestas de la Vuelta Ciclista a España y pedaleé por la carretera de Dílar. Conocí entonces el Zaidín, y cambié el oficio de ciclista por el de explorador de un mundo ajeno, como perteneciente a otra parte de la historia. Con una bicicleta y dos ojos pasmados, me sentí solo, en un territorio muy distinto al mío. Empecé así a comprender que nuestro propio y único mundo tiene con frecuencia dos historias y más de dos partes.
Ya al principio de los años 70, cambié la bicicleta por los caballos de la Sociedad Hípica. En cuanto gané la confianza de mi profesor, me fui a pasear por los campos y los caminos del Zaidín. Mientras cruzaba por huertos llenos de grúas y excavadoras, recibí mi segunda experiencia de soledad. Ya estaba entonces en condiciones de valorar la vanguardia de un ejército sin uniforme, pero tan peligroso como las tropas y los gobernadores de Franco. Si la guerra había arrancado para muchos años la posibilidad de una vida libre, los especuladores, sin orden ni concierto, estaban arrancando para siempre una idea de ciudad, el viejo diálogo de Granada con su Vega. Se construía sobre los cortijos, las vaquerías, los huertos y hasta sobre las plazas. En esas plazas grandes que la caridad de los vencedores había trazado para celebrar sus misas de campaña, se levantaron bloques de pisos.
El estadio de fútbol del Zaidín acogió algunos de los mítines más emotivos de las primeras elecciones democráticas. No puede decirse que la democracia, a la que le debemos tantas cosas, sirviera para derrotar al ejército avaricioso de los especuladores. Ese ejército está tan metido en la piel del sistema que, cuando soplan vientos de crisis, no se nos ocurre otra cosa que condecorarlo con la ayuda del dinero público. Y es que los puestos de trabajo siguen estando a sus órdenes. Tal vez sería posible cambiar de sistema, pensar en una planificación pública no sometida ni a la caridad de los poderosos, ni a la ley del capitalismo salvaje. Pero esos son sueños de un borracho democrático, sueños de alguien que ha brindado mucho con los vecinos del Zaidín en sus fiestas de septiembre.
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