Madonnas
Afirma la mitomanía que los viejos rockeros nunca mueren, igual que los vampiros y los zombis. La comparación puede resultar incómoda, pero es también justa: cuántas veces no hemos presenciado, y seguimos haciéndolo, cómo artistas en estado de muerte clínica, desahuciados por los críticos y dejados atrás por esas muchedumbres que les arropaban cuando su piel era menos rugosa, siguen subiéndose a los escenarios para tratar de rebañar lo poco que resta de la gloria de antaño o, lo que es peor, se rinden al oportunismo de ofrecer la enésima recopilación de antiguas canciones, algunas maquilladas con arreglos de nuevo cuño. Uno ya casi se ha olvidado de cuando Mick Jagger, David Bowie o Lou Reed no sufrían artrosis ni necesitaban gafas como peceras para reconocer el listado de temas que se les presenta en el atril: resulta obsceno y un poco triste que esos monstruos sagrados del pasado insistan en salir a la palestra y desdoren una imagen que, de haber quedado confinada en el silencio, donde debería, se aproximaría más a la leyenda que al esperpento. En cierta página de Rayuela, Cortázar afirma sin ambages que el talento posee fecha de caducidad igual que los yogures y que sobrepasada esa cifra crítica empieza a oler mal; incluso llega a proponer, con menos ironía que sentido práctico, que a todo gran creador se le asignen una pistola y una caja de cartuchos con el fin de evitar que el genio se convierta en caricatura de sí mismo, en remedo de lo que fue cuando el futuro todavía consistía en algo más que en repetición o nostalgia. No sé si apruebo esos radicalismos; lo que sí parece piadoso sería dejar que los astros de otro tiempo vayan apagándose en sordina, a salvo del resplandor de los focos que divulgan cada nueva arruga y el insulto de cada pata de gallo.
Madonna llega a Sevilla entre un estruendo de merchandising, reventa torera de localidades, un ayuntamiento muerto de espanto que ha movilizado a toda la flota de autobuses de que dispone la ciudad y la histeria de unos devotos que buscan recuperar el entusiasmo de la adolescencia. De la mía, sin ir más lejos: en casa de un amigo cuyo dormitorio velaba un póster con una joven entrada en carnes y unos mitones de tul anudados en torno al micrófono, escuchábamos canciones de las que no entendíamos ni papa, pero que nos parecían obligatorias para demostrar a todo el mundo que habíamos dejado de ser niños. Eran los días de metacrilato en que el muro de Berlín aún figuraba en los atlas y mirábamos con arrobo a las compañeras de clase de las que estábamos enamorados desde las injurias del acné y unos vaqueros despintados con láser que la moda relegó caritativamente a lo más crudo del crudo infierno. Madonnas ha habido muchas, como muchos son los años que la desgastan: la hortera del pelo oxigenado que buscaba a Susan desesperadamente, la diva retro de True blue y la falda de Marilyn, la descreída que rodaba vídeos donde los santos besan algo más que la otra mejilla, la mujer madura y de atuendo masculino que aspiraba a un hueco en las pasarelas de relumbrón. A saber a cuál de ellas se encaminará la multitud de fieles, dicen que miles y miles, que el próximo martes coparán las avenidas de la capital y convertirán nuestra sufrida circulación en un nuevo calvario. Una cosa es segura: más que a ver a una cantante, irán en pos de una estampa, de la fotografía en una carpeta que ya es cartón hecho pulpa; más que un presente de lifting y cosméticos, pedirán de ella el pasado que se esfumó, querrán su fantasma, la voz lejana que desgranaba melodías de usar y tirar desde las casetes compradas en los mercadillos. Si Madonna ha muerto o no es cuestión de matices: como determinar si murió o no aquel adolescente que nos sirve de telón de fondo y que tanta vergüenza nos da recordar en ocasiones.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.