Kabul muestra sus cicatrices
Pobreza, injusticias y falta de servicios marcan el día a día de la capital afgana
Las cicatrices de Kabul no están tanto en los edificios destruidos durante la guerra civil como en las miradas de sus habitantes. La calle principal del céntrico barrio de Shirpur es un triste escaparate de las muchas necesidades de los afganos. Una hilera de mujeres piden limosna amparadas en el anonimato de sus burkas, pero el insistente golpear de sus nudillos en la ventanilla del coche las hace terriblemente humanas. Los billetes de 10 afganis se terminan antes de llegar al niño manco que vende chicles. La última de la fila, con un bebé bajo la tela que la hace invisible, ni siquiera extiende la mano.
Un poco más allá un puñado de mansiones horteras evidencia las injusticias a las que ha dado a luz la guerra. Los comandantes guerrilleros de la Alianza del Norte se apropiaron de esos terrenos tras la huida de los talibanes en 2001. Los casi cuatro millones de refugiados que han regresado desde entonces a la capital afgana no han tenido tantas facilidades. Ante la ausencia de pisos sociales, sus infraviviendas trepan por los montes circundantes, mientras la municipalidad amenaza con derribarlas para hacer vergeles.
Cuesta creer que en esta urbe polvorienta hubo zonas verdes y transporte público
Cuesta imaginar que alguna vez hubo zonas verdes en esta urbe polvorienta y desaliñada, como cuesta creer que tuvo una red de transporte público que incluía 800 autobuses y 86 trolebuses. Su desaparición corrió pareja al avance de la guerra que a principios de los años noventa arrasó barrios enteros y provocó la huida de buena parte de sus habitantes. La llegada de los talibanes en 1996 puso fin a los combates, pero también acabó con cualquier rastro de su vocación cosmopolita. Con casi el 60% de sus cinco millones de habitantes menores de 18 años, pocos recuerdan aquella época dorada.
A pesar de las dificultades, Kabul es una ciudad viva. Y madrugadora. La escasez de suministro eléctrico obliga a aprovechar la luz natural. A las ocho de la mañana el gran mercado al aire libre que es el barrio de Jair Jana ya bulle con vendedores de frutas y verduras, y puestos en los que se pueden encontrar desde cortauñas a gorros, pasando por cacerolas. Productos baratos importados de China, India o Pakistán para satisfacer las necesidades de una población con bajo poder adquisitivo. En el vecino Taymani, talleres de todo tipo reparan desde zapatos hasta motocicletas.
En sus calles bulliciosas se cruzan jóvenes vestidos al estilo occidental con hombres mayores tocados con turbantes que distinguen su región de origen. La mayoría mantiene el shalwar kamis y combate el frío envolviéndose en un patú. Esas ropas tradicionales resultan más baratas.
Por la misma razón, muchas mujeres siguen usando el burka que las protege tanto de miradas indiscretas como de la necesidad de ropa nueva. Aunque cada vez más, sobre todo las jóvenes, salen a cara descubierta, con faldas o pantalones hasta los tobillos, chaquetas largas y pañuelos.
De camino al centro, nuevos edificios de varios pisos sobresalen por encima de las tradicionales casas de planta baja. Un número inusitado de ellos son salones de bodas, como si se hubiera desatado una fiebre de celebrar los casamientos, algo que estuvo prohibido durante la época talibán. "Son los beneficios de la droga", comenta despectivo un afgano molesto con la ostentación de unas fachadas de cristal multicolor en las que se perciben los gustos de los refugiados que han vuelto de Pakistán e Irán.
Esos retornados no sólo han multiplicado por cinco el escaso millón de habitantes que la capital afgana tenía en 2001, sino que han transformado su paisaje. Ha desaparecido el Kabul siniestro y de calles desiertas del régimen talibán. A cambio, los atascos se han hecho perennes. La obsesión con la seguridad de los extranjeros ha bunkerizado la ciudad. Sus necesidades han creado una red paralela de servicios, desde supermercados hasta barberos, fuera del alcance de la población local.
Tras los muros de las casas tradicionales, al abrigo de miradas indiscretas, un puñado de restaurantes permite a los extranjeros cambiar los platos afganos por un menú más internacional y acompañarlo con vino. En Afganistán está prohibido el consumo de alcohol, pero el Gobierno de Hamid Karzai, tutelado por EE UU, sabe que debe ser flexible si quiere tener contentas a las tropas del ejército de ONG y agencias internacionales que le asisten.
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