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OPINIÓN
Columna
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Girasoles

Juan Cruz

Hubo un adolescente en Chamberí, aterrorizado por la guerra; era 1936. Su familia estaba en el lado rojo, y él era un chico tímido que enseguida supo qué cosa era el exilio. En el barco que se lo llevó de España iba Alcalá Zamora, triste, y en una esquina del barco organizó una tertulia don Blas Cabrera, físico. Este chico, de nombre Juan López Marichal, que más tarde firmaría como Juan Marichal, se acercó a don Blas y le preguntó qué tendría que ser en la vida. En aquel momento le estaban rompiendo la vida, a él y a los que con él se iban a un destino que sólo tenía como patria el barco. En el exilio, que le llevó a Puerto Rico, a México, a Estados Unidos, conoció a Solita Salinas, la hija de don Pedro Salinas, y se casaron. Ahora, de todo hace muchísimo tiempo, y también de la guerra; él siempre ha llamado "guerra incivil" a aquel desastre. La vida incluso le ha quitado a Solita, que murió en el otoño de 2007.

En el exilio se dedicó a reconstruir la memoria de Manuel Azaña y de Juan Negrín, su paisano canario, y fue un adelantado en todo lo que tenía que ver con lo que juntó al pensamiento español con el pensamiento latinoamericano. Dirigió en la Universidad de Harvard el departamento de lenguas románicas, escribió ensayos intelectuales, fue un anfitrión y un agitador tranquilo, un republicano.

Volvió a España, país difícil como él bien sabía, y aquí quiso reconstruir, a veces con fortuna y a veces con desesperación, su voluntad de ser un español como los de antes, generoso, y febril, civil, pero la salud y la vida le devolvieron a México, donde ahora vive, cerca de su hijo Carlos, que es español y mexicano a partes iguales. El otro día, el Gobierno español le concedió la Orden de Isabel la Católica, y se la fue a entregar el embajador español en México, Carmelo Angulo.

Viendo la foto en la que Marichal está con la medalla junto a su bisnieto, con su hijo y con la familia que le queda después de la terrible ausencia de Solita, sentí una enorme ternura, no sólo por el Marichal de ahora, sino también por aquel muchacho que miraba asombrado al cielo y no eran estrellas al final del verano de 1936. Y cuando vi la película Los girasoles ciegos, de José Luis Cuerda, esa metáfora civil de la posguerra, imaginé a gente como Marichal sufriendo el mismo escarnio que dibujó Alberto Méndez en su libro. Los que ahora quieren que los desaparecidos de aquella guerra no tengan otra sepultura que el olvido quieren tapiar aquel pavor, y usan la maldad como argumento de su comedia.

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