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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Por nosotros no pasa el tiempo

Elvira Lindo

Donde hay un tebeo habrá un libro". Menuda tralla nos dieron las autoridades educativas con semejante eslogan, que se debió inventar (creo) a finales de los setenta. Yo ya era una muchacha en flor y había dejado atrás las horas tintinescas de las tardes de verano y la costumbre sagrada de ir a la papelería del barrio y decirle al tendero, dándome la misma importancia que si estuviera pidiendo Claves para la razón práctica: "Por favor, ¿le ha llegado ya Lily. Revista juvenil femenina?". Pero fueron muy pocos los años en que el tebeo desapareció de mi vida, porque tendría diecinueve cuando, gracias a un dibujante llamado Carlos Giménez, que revolucionó los argumentos de la historieta española al contar su propia infancia en los colegios del Auxilio Social (donde iban a parar, como él decía irónicamente, los hijos de rojo, los hijos de puta y los hijos sin padre), descubrí que aquel eslogan de animación a la lectura era, en el fondo, una falta de respeto a todos aquellos que dedicaban su vida a construir ficciones mediante el dibujo. Más que falta de respeto, paletez, paletez que hace que aún hoy la novela gráfica no tenga el puesto que le corresponde en las librerías, en las reseñas de los suplementos literarios y en las casas de la gente. Pero el dibujo puede contar, a veces, aquello adonde las palabras no llegan. Del hambre de la posguerra, de la ferocidad de la educación religiosa y del estigma que soportaban los hijos de los vencidos, yo había oído hablar, había leído y me había creado una cierta épica que no acababa de tocar el mundo real. O sea, literatura. Pero los álbumes de Carlos Giménez tuvieron la virtud de ofrecerme un abanico de personajes que, cuando actuaban, no parecían vivir en el pasado de la historia de España, que es lo que le ocurre con frecuencia al cine o a la misma literatura, sino que en sus páginas los sentías viviendo el angustioso presente, como si sus peripecias estuvieran sucediendo en el ahora mismo y no en el ayer. Mi trabajo en la radio me sirvió de excusa para satisfacer mi curiosidad y conocer al hombre que escribía esas historias. Nos citamos en el Oliver, en el viejo Oliver, y allí estaba el dibujante de sonrisa franca y peinado lolailo, en el que se podía ver, más allá de sus rasgos de persona adulta, la cara del niño que tan a menudo aparece en los dibujos, el niño de ojos agrandados por el hambre, el cabezón raquítico, el que se queda con la boca abierta ante la guerra, el hambre o la pena por no estar con su madre. Aunque Carlos vivía entonces en Barcelona, su acento permanecía inalterable, tan castizo como si no hubiera salido nunca de Lavapiés. Nos seguimos la pista a partir de aquella noche, y años más tarde lo vi ya instalado en el barrio de Atocha, como si la vida hubiera sido un enorme rodeo para regresar al punto de partida.

La paletez hace que aún hoy la novela gráfica no tenga el puesto que le corresponde
En Carlos Giménez hay una intención conmovedora de entender a esas criaturas derrotadas

Cada vez que paso delante de su casa, lo imagino vagando por su piso galdosiano o sentado a su enorme mesa de dibujo, dándole forma a esos niños que siguen pasando hambre, miedo a las bombas, pero que no dejan de jugar y de empecinarse en ser niños, que es lo que les toca. Y me alegra imaginar que una persona que aprecio sigue ahí, fiel a su oficio, resistente en un arte al que se le concede tan poca atención y que requiere tanto esfuerzo. Acabo de leer dos de sus volúmenes sobre la guerra, 36-39. Malos tiempos, y estoy segura de que pocos como él han sabido contar la letra pequeña de lo que algunos llamaron la última guerra romántica, pero que él se empeña en llamar La Guerra, a secas, como si quisiera poner por delante el sufrimiento humano y dejar en un segundo plano las consideraciones ideológicas. En estos días en que, fieles a nuestro estilo, seguimos empeñados en no encontrar la manera de recordar sin ira nuestra desgracia común, las historias de Giménez son un ejemplo de cómo la memoria, la personal, no la histórica, puede mirar aquellos años de guerra y hambre. Siendo como es Carlos un hombre de izquierdas, que responsabiliza políticamente a los que comenzaron la matanza, estos álbumes recuerdan a los unos y los otros, la bondad de unos y otros, la crueldad de todos. Hay una intención conmovedora de entender a esas criaturas que fueron derrotadas, sobre todo, por el hambre. Hay una mirada especial para los niños: hambrientos, libres y salvajes en una ciudad sin escuela; y para las madres, que hacían pucheros hasta con la hierba amarga que crecía en ese límite en el que Madrid se hacía campo. Donde hay tebeo debería haber luego una novela gráfica, porque el dibujo despierta un tipo de sensibilidad, tan inmediata y arrebatadora como la música. Si fuera profesora, recomendaría estos álbumes a mis alumnos. Si fuera productora de cine, haría una película con sus dibujos. Si fuera una buena amiga, no divagaría cada vez que paso por delante de ese número de la calle Atocha, un número que para mí tiene la cara apasionada de Giménez; llamaría al telefonillo y nos daríamos una vuelta por los bares de Huertas. Yo le preguntaría, por ejemplo, todos esos lugares que aparecen, la tienda de fajas Casa Diezdedos, el ultramarinos Diosdado..., ¿son reales? ¿Son historias de familia? Parecería que el tiempo no ha pasado por nosotros, ni por la vocación del dibujante ni por la curiosidad incurable de la entrevistadora.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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