Nunca podremos volver a Manderley
El ser humano tiene mandíbula para masticar el mundo, pero ese mundo hace ya tiempo que lo ha superado, los dientes se vienen abajo.
1Para un escritor contemporáneo el lenguaje es más un problema que una herramienta: la guerrilla semántica. Estoy solo en el apartamento, por encima de la pantalla del ordenador, que refleja en mis ojos su página en blanco, la ventana abierta me deja ver el mar, unos veleros, un poco de arena. Oigo a niños chapotear en la piscina. Los adultos duermen la siesta. A mi espalda, dicen en la tele que si Manhattan tuviera la misma densidad de población que Alaska, sólo tendría 25 habitantes. Escribo Delete.
2Tenemos la idea de que en los planetas todo es oscuridad, porque cuando por la noche miramos al cielo no los vemos. Pensar que sólo hay luz en la Tierra nos salva de la angustia que supondría saber que hay vida allí a lo lejos. Pero en los planetas hay luz, y sale el sol, y hasta quizá haya religiones ingrávidas, y televisores y moscas. Cuando Al Gore llegó a Marte supo que era el primero en pisar esa tierra. La esfera solar, que salía en ese momento por el horizonte, provocaba en los guijarros del suelo unas sombras alargadas, como las de un cuadro de un tal Miquel Barceló que una vez había visto en un museo cuyo nombre no recordaba. No hubo nostalgia, todo era presente, pura cifra. Miró detenidamente alrededor, toda una tierra por descubrir, conquistar, destruir y salvar, por ese orden, y era suya, más inmensa que cualquier western. Tampoco se sintió solo, tenía una compañía superior a la humana: el extraterrestre en el que de repente se había convertido. Ahora vibra el móvil en el bolsillo lateral del traje espacial plateado. Al otro lado un humano pregunta, "Zorro Plateado, Zorro Plateado, aquí Nutria Colorada, ¿cómo estás, cómo es ese lugar, te sientes solo?" "Estoy de maravilla, no te preocupes". "OK, suerte, ojalá obtengas felicidad". Al Gore hace un silencio y responde, "¿Felicidad?, no se podría caer más bajo".
Pensar que sólo hay luz en la Tierra nos salva de la angustia que supondría saber que hay vida allá a lo lejos. Pero en los planetas hay luz, y sale el sol, y hasta quizá haya religiones ingrávidas, y televisores y moscas
Mete alimentos en la mochila, fundamentalmente latas y chocolatinas, abandona la nave, examina el mapa, echa a andar. Ideas que nunca había tenido le van y vienen de manera obsesiva a la cabeza, como si se reflejaran en el interior del casco y rebotaran sin poder salir. Piensa, por ejemplo, que hay culturas cuya relación con los objetos se hace en diferido: beben el café con pajita, o usan el mando de la tele en vez de levantarse y darle una patada para cambiar de canal. También piensa que la alquimia contemporánea son los códigos de barras, tan cifrados, tan silenciosos, tan perfectos, y también que la soledad más cósmica la sufren los aparatos antimosquitos, que toda la noche vigilan desde su enchufe el Universo por nosotros. Tras unos kilómetros, llega a una leve oquedad, tan grande como el valle con cabaña y lago y truchas que dejó a las afueras de Boston. Observa que algo brilla unos metros más allá. Es oro. Se aproxima. Sola y entre dos piedras, yace una patata frita de dimensiones estándar. Sólo una. Tiene aspecto de ser de esas que se venden congeladas y troceadas. La sostiene entre sus guantes plateados, la alza al sol para examinarla al trasluz, plata y oro se funden. No hay duda, sin signos de corrosión ni putrefacción, es patata, el interior filamentoso lo indica, el dorado intenso de la piel da cuenta de su fritura, probablemente aceite de girasol. "Está intacta -se dice-, porque en Marte no hay vida", lo que corrobora su hipótesis de que no sólo es el primer humano en pisar ese planeta, sino que tampoco lo han hecho ni animales ni bacterias. La deja exactamente donde estaba. Examina el móvil, no hay cobertura. Camina todo un día marciano, que no es de 24 horas
[pero no tiene sentido hablar de más o menos horas ya que en Marte el tiempo corre de otra manera], y cae extenuado sin haber alcanzado el horizonte rojo y curvo; está anocheciendo. Ahora hay cobertura, teclea el número directo, nadie responde, lo intenta un sinfín de veces, deja la línea abierta por si hubiera suerte. Se sienta contra una roca, apoya la cabeza, intenta comer algo pero no consigue tragar, el estómago parece refractario a todo alimento. Lo último que ven sus ojos es la perfecta esfera terrestre [era mentira que estuviese achatada por los polos], pequeña, podría comerla de un bocado. Lo último que piensa es, "no se desprecia una patata frita en vano".
3Mientras sobrevolaba una remota región de Nigeria, el arquitecto Rem Koolhaas afirma haber divisado un gigantesco vertedero que despedía columnas de humo más altas que el Empire State. Una colectividad humana se movía sin orden preestablecido sobre los escombros de manera que el conjunto parecía una pesada criatura mutante, una nueva especie ni animal ni vegetal, y declaró: "El vertedero es la forma más baja de organización espacial. Pura acumulación. Es informe, su localización y perímetro son inciertos (...) es fundamentalmente imprevisible".
Lo que se nos aparece de repente no es que antes no estuviera ahí, es que estaba apagado: en alguna parte del mundo un interruptor estaba en posición OFF. Ese interruptor es a veces un simple parpadeo; en otras ocasiones, es un complejo proceso que mueve montañas de árboles de plástico. Bendito plástico. El ser humano tiene mandíbula para masticar el mundo, pero ese mundo hace ya tiempo que lo ha superado, los dientes se vienen abajo. Estoy solo en el apartamento. Oigo niños chapotear en la piscina. A mi espalda, dicen en la tele que si Manhattan tuviera la misma densidad de población que Alaska, sólo tendría 25 habitantes; ya lo han repetido 3 veces. En verano todo lo repiten 3 veces. Ahora dicen que el inventor de las patatas fritas Pringles ha pedido que lo entierren en un ataúd con forma de envase de patatas fritas Pringles, y cortan para dar una última hora: el decorado de la película Rebecca, con su mansión Manderley incluída, ha ardido esta noche por causas desconocidas. Casi es septiembre. Un poeta llamado Eduardo Moga escribió en Las horas y los labios: "El calor esmerila el aire. El cielo, sin embargo, luce un azul frío, y lo extiende, con lengüetazos poderosos, hasta los últimos rincones del espacio. Ahora otro cielo me impregna". Un verano más que se derrumba. Escribo Delete. Otra vez: Delete. Lo último que pienso: no se desprecia un verano en vano.
Por Agustín Fernández Mallo
Agustín Fernández Mallo es autor de la novela Nocilla Experience y del poemario Carne de píxel.
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