La energía de la arena
El lo decía:
-De niño me pasaba la vida corriendo por Famara como una cabra loca.
-Ahora, en Famara, una playa invariable, perfecta, se imagina uno a César Manrique corriendo por las arenas quietas, luminosas, del atardecer, hacia El Risco, esa sombra pétrea y misteriosa que convierte este lugar de Lanzarote en un enigma.
Él inventó Lanzarote, pero primero fue Famara.
Su hermano, Carlos, nos lo dibujó cómo César era entonces, el niño que corría por Famara como una cabra loca.
-Mi padre nos dio cañas de pescar, y mientras yo pescaba, él hacía dibujos en la arena.
-Carlos era más chico, tiene 83 años. César hubiera tenido ahora 89. Murió el 25 de septiembre de 1992; un automóvil embistió contra el suyo cuando este creador volcánico salía de la fundación que ya entonces tenía su nombre, y que fue su casa, construida sobre la lava; unos matojos -recuerda su sobrino Eduardo Manrique, también artista, escultor, su última obra es una puerta para Las Salinas del Janubio- le ocultaron la visión, y el cruce fatal (ya lo arreglaron, ahora es una rotonda) convirtió en pasado la energía inagotable de aquel ser sin cuya presencia Lanzarote hubiera sido otra isla.
Allí, y entonces, empezó a hacerse el escultor de la tierra que luego fue; el pintor, el urbanista, el agrimensor
Dice Saramago: "Vi sobre el mar una luz violeta; era violeta el aire, el mar, los riscos. No he vuelto a ver nada igual"
César. La energía le venía de aquí, de esta playa. Él lo decía. Lo dejó escrito en un libro, Escrito en el fuego (prólogo de Lázaro Santana), que ya no se encuentra. A mí me lo prestó Pilar del Río, la presidenta de la Fundación Saramago, que lo sacó de su biblioteca; pero antes me había subrayado el libro Fernando Gómez Aguilera, el director de la Fundación César Manrique.
Decía César: "En las arenas he dejado siempre huellas. El dibujo efímero de mis pies era perfecto y constante".
Su padre, Gumersindo, quiso hacerse una casa aquí cuando no había ni luz ni agua ni nada, sino sal y yodo, "el yodo puro del Atlántico". César, que no tenía 10 años, vio que su padre daba instrucciones sobre la orientación de las puertas, y el chico se le plantó en el dintel:
-Padre, así no.
Y le contó que las puertas se hacían para mirar al mar, han de estar dispuestas a abrirse.
Allí, en Famara y entonces, empezó a hacerse César Manrique el escultor de la tierra que luego fue. Y fue el pintor, el urbanista, el agrimensor. Para inventar Lanzarote se sirvió de esta experiencia infantil en Famara y de la complicidad con su amigo Pepín Ramírez, que fue presidente del Cabildo, padre de José Juan Ramírez, el presidente de la fundación que recibe el nombre de César. Los dos, Pepín y César, estaban con los pies colgando sobre la Cueva de los Verdes, y allí se juramentaron: sacarían la isla de la miseria y la convertirían en una belleza..., a pesar de los hombres.
Ahí renació en César la pasión por la belleza.
Pero el origen fue Famara, la playa y esta casa que ahora luce un ventanal azul añil desde el que se ve, nítido, lo que el mar trae. ¿Y por qué eran azules las maderas de las casas? Nos lo dijo, con Carlos, Lourdes H. Alemán, una grancanaria que eligió Lanzarote como se elige destino: "Son azules porque era el color que quedaba de la pintura de las barcas".
En la época en que César era un adolescente, por aquí se veía venir la pesca, pero ya no hay pesca, ni barcos de pescadores, ni está Feliciano: "He visto", dice César en su libro, "la llegada de Feliciano con su barco abarrotado de pesca, con su primitivo perfume salado y marino".
Ya nada es lo que era, claro, excepto la playa y El Risco, esa mole oscura que nos mira como desde su dibujo, rotunda ante el cielo azul y las nubes que convierten en evanescente el color de los días; el viento a veces reina como una isla en sí mismo, y el cielo es un ramalazo de nubes desconsoladas. Ya nada es lo que era, dice Juana, hermana de César, que luce dentro y fuera del agua (se está bañando frente a la casa, cuando llegamos) la energía que es propia de esta familia de Manriques; "¿Como Esther Williams? Ya quisiera", y se va adentro, coqueta, a ponerse un pañuelo en la cabeza y un pareo; la reciben las vecinas. "De dónde sacará la energía", se preguntan. De Famara, la saca de Famara.
"Nada es igual, y si viniera César...", reflexiona Juana, "bueno, para que veas qué es ahora Lanzarote mejor se queda allá arriba".
Pero la playa está invariable. Son cinco kilómetros de arena, desde La Caleta hasta El Risco. A La Caleta de Famara todos la llaman La Caleta. Cuando vino el padre de César aquí había apenas cuatro casas, y era 1930, más o menos; hay fotografías en las que se ve a los cuatro hijos jugando; hoy se podrían hacer esas fotos en los mismos lugares de la playa. ¿El pueblo? Ése sí que no es lo que era. Dice Francisco Hernández Spínola, político socialista que lleva viniendo aquí cada año de sus 50 años, que en los tiempos primitivos la gente se asomaba a la oscuridad de la noche para averiguar quién llegaba por el camino de tierra, y lo averiguaban en virtud de la luz de los faros: "¡Ahí viene Gumersindo! ¡Ése es Matallana!"
Ahora La Caleta es un pueblo, como otro cualquiera, pero muy especial, una isla dentro de las islas. Algunas cosas no tiene: no tiene cajero automático, por ejemplo, ni cabinas telefónicas, ni anuncios..., no hay anuncios en toda la isla, fue una conquista de César. Y no tiene asfalto, sino en un tramo. El Ayuntamiento de Teguise, al que pertenece, lo quiso asfaltar, poner piche donde siempre hubo tierra. Y el pueblo se negó, de modo que ahora hay piche sólo en la salida de la carretera general. El resto del pueblo, el pueblo entero en realidad, es como fue, excepto que ahora hay cada vez más casas, alineadas y blancas, de doble altura, pero ahí están, creciendo en el silencio de la noche, guardando un silencio que parece hecho de la materia de los misterios.
El silencio, ésa es una característica de Famara. Aquí no hubo luz (me dice Eduardo Manrique, una noche en la que además Lanzarote se quedó a oscuras, precisamente) hasta mediados de los setenta; la gente se las arreglaba con las linternas y con el petromax, y se acostumbró a hablar muy bajito, muy quedo, como hablan los campesinos.
Ésta es una playa que parecía de campesinos, hecha para contemplar y para esperar, para contemplar el mar, para esperar el pescado. Spínola me contó que hasta hace poco había un hombre, don Dámaso, que deambulaba por la playa como un personaje de Rafael Arozarena, el autor de Mararía; misterioso, embutido en un traje negro, tocado con un sombrero negro, vespertino y silencioso, don Dámaso deambulaba como una sombra en la playa.
Nosotros nos encontramos, al entrar en la zona donde aún los pescadores esperan inútilmente el regreso de las barcas, a una mujer de 78 años, doña Rosalía, que leía una revista de cotilleo, tocada con el sombrero de las mujeres lanzaroteñas; ella pasó aquí su infancia y su vida, y (dice María, su hija, profesora de Biología en Las Palmas) cuando vuelve a Famara recupera una energía que lleva a decir que esta playa rejuvenece según la edad: si tienes 80 puedes contar que bajas 20 años, y si tienes 60 te quedas en 45..., y así sucesivamente.
Carlos Manrique lo cree, y cree que ésa fue la energía que convirtió a su hermano en un atleta del trabajo, una especie de empecinado del entusiasmo. "Ésta fue", dice su hijo Eduardo, "la playa que mantuvo en forma a César". La energía de Famara. Soraya, periodista, que viene aquí desde su más temprana edad, les ofreció a sus hijas (entre los 6 y los 10 años) un veraneo distinto, y todas le impusieron el regreso a su imán, Famara. Es un imán, una isla que te mantiene en vilo como si te aguardara una sorpresa.
La playa. César lo dejó escrito: "Sentía también el miedo de la potencia manipuladora de las grandes olas del reboso. Tenía instinto y conocimiento de autodefensa ante la potencia del mar de Famara, esquivando y sumergiéndome, apareciendo y zambulléndome, como defensa ante la fuerza oceánica".
La fuerza oceánica. Me dijo Eduardo Martinón, marinero y cosechero de los vinos de pura malvasía que llevan su nombre, y que deben de parecerse a los vinos de malvasía lanzaroteña que dicen que bebió William Shakespeare: "Al mar hay que tenerle mucho respeto, y César se lo tenía". Éste es un mar bravío que está como agazapado, esperando al imprudente para hacerle entender que el riesgo en el mar se paga; y si te arriesgas a entrar en la marea como si fueras un jabato, las olas te sacudirán hasta que echas de menos el respeto que el mar reclama.
Hasta aquí vino Pedro Almodóvar con el equipo de la película que está rodando; César le habló de Famara hace años, y cuando entras en Famara te das cuenta de qué debió de ver el melancólico artista manchego en esta geografía donde el aire, la sombra y la vida albergan un enigma que no se sabe decir. "Tuve siempre ante mi vista", escribía César, "agua salada y arena, charcos con cabosos, barcos varados ayudados con parales, barcos yendo y regresando a vela, barcos a remo. Todo esto formaba el clima y la situación que respiraba mezclados en el espacio, que colmaban mi deseo con entusiasmo, para ir descubriendo, como un sueño medido, mi verdadero sentimiento".
Lo insólito de esta descripción, en un universo en el que se rompe hasta la memoria, es que aún se puede hacer, se puede situar como un calco ante lo que existe. Y César se hubiera identificado con lo que soñó entonces como el lugar en el que aprendió a "crear con absoluta libertad, sin miedos y sin recetas", un sitio que "conforta el alma y abre un camino a la alegría de vivir".
Una alegría extraña, como reconcentrada. Eduardo Manrique dice que es la libertad; Spínola cree que es "la armonía, la libertad, la paz, el sosiego; es más, yo te diría que es el silencio". Porque no es la alegría de la verbena, que aquí se escucha a lo lejos, como emitiendo un resplandor opaco, sino la alegría de la salud, ese regocijo quieto que se siente al atardecer en la playa, después del baño o después del sueño.
¿Y por qué se mantuvo, así, en solitario? Bueno, ahora es una playa internacionalizada; vienen los surfistas tranquilos de Europa, el borde del mar se ha llenado de automóviles, pero no hay hoteles (de hecho, hay tan sólo un conjunto de bungalós de una sola altura que hicieron unos noruegos cuando comenzó el boom turístico de Lanzarote...). Pero sigue siendo recóndita y tranquila, azorada cuando vienen avalanchas, dueña, como su gente, de una privacidad que nadie ha podido rasgar... del todo. Dice Soraya que no ha venido tanta gente por el viento, "el bendito viento", y porque durante años se creyó que los barcos seguían limpiando sus fondos enfrente, cerca de La Graciosa y de Montaña Clara, los islotes que miran hacia Famara...
Soraya va con sus hijos (y con Juana, y con doña Rosalía: con la gente de siempre) a la playa chica, que se llama Playa Chica; de niños, la norma era no ir a Famara, a la playa grande, que para los padres (ahora ella es madre y dice lo mismo) siempre fue peligrosa, o por lo menos amedrentadora. Esta playa está ahora guardada por un puertito; se acabó el trampolín que hizo el padre de César y que fue durante años el lugar preferido de los jóvenes de Famara, y se ha puesto en peligro la arena de la playa, pero ahí está, azul o verde, la parte de Famara que no inquieta a los padres. Allá, bajo El Risco, no están sólo las aguas cristalinas, sino los remolinos. Y están también los matos, los refugios en que los chicos aprendieron a fumar y a amar, costumbres que se adquieren casi en los mismos bordes de la misma adolescencia.
Quien toca Famara toca la felicidad, a cualquier edad, con cualquier tiempo. Al atardecer, en verano, el sol se adhiere a la pared del risco, y luego su reflejo anima de colores ocres la lámina de agua que se queda sobre la arena, y el que se produce en esta hora final de la playa es un espectáculo extraordinario. Las arenas son lisas como las manos abiertas, y la despedida del sol se parece a la respuesta que podría tener aquella inquietud de Lewis Carroll sobre cómo sería el color de la luz de una vela cuando está apagada. Y cuando ya se oculta el sol del todo queda aquí, en Famara, la luminosidad melancólica del Atlántico donde César Manrique construyó su luz y su sombra.
Algo de esto debieron de ver Pilar del Río y José Saramago. Cuando les fui a devolver el libro, en su casa de Tías, Saramago nos contó que fue una visita a Famara, en 1991, la que les hizo quedarse en Lanzarote. El autor de Ensayo sobre la ceguera tuvo esta visión: "Vi sobre el mar una luz violeta; era violeta el aire, el mar, los riscos... No he vuelto a ver nada como lo que vi aquella tarde".
Saramago empezó diciéndonos que era imposible hablar de Famara o de la belleza: "No se puede describir un paisaje". Y sin embargo, en ese trazo el poeta subraya lo que no se puede decir del misterio sin usar palabras como ésa. Ese color que nunca más se ve es el que se ve cuando uno vuelve a imaginar Famara. -
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