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'sticky fingers' | el tiovivo

MI IPOD

Restaba grados de calor a un día riguroso de verano, con el agua del Mediterráneo a la cintura, cuando accidentalmente palpé en el bolsillo derecho del bañador, la silueta inconfundible de mi iPod. Movido por el pánico lo saqué inmediatamente a la superficie y lo deje escurrir, cogido por la cola, como si fuera un salmonete, o un congrio. La experiencia submarina está contraindicada para estas máquinas que cargan el soundtrack vital de cada quién y qué son, como dije cuando hablaba del iPod de Barack Obama, un auténtico "espejo del alma" o, para seguir por la senda del refrán y la paráfrasis: "Dime qué oyes y te diré quién eres". Lo que yo oía y era en ese momento tenía la pinta de un naufragio. Salí del mar, sequé amorosamente el iPod con la camiseta, eché un poco de vaho a la pantalla y, con un suspense que me hacía temblar un poco, le dí al play. La máquina estaba oficialmente ahogada y lo único que se me ocurrió fue correr a enchufarla, a meterle una transfusión eléctrica que me devolviera el alma. Pasé el resto de la tarde visitando, cada media hora, la habitación donde convalecía el iPod, con la pantalla oscura y el cuerpo deslavado. Cerca de la media noche, cuando ya había perdido toda esperanza y me acercaba a él murmurando una letanía fúnebre y autocompasiva, abrió los ojos, es decir: encendió la pantalla como un ahogado que regresa a la vida. Me puse los cascos y oí, asombrado, la canción The future, de Leonard Cohen.

La pantalla, aunque su luz transmitía una exultante vitalidad, estaba en blanco, no había ni letras, ni imágenes, ni nada. Cuatro o cinco canciones más tarde había logrado hacer un diagnóstico completo, la resurrección había modificado la personalidad del iPod, su inmersión en el mar lo había vuelto rabiosamente independiente y ahora no había forma ni de programarlo, ni de enterarse de los títulos de lo que iba tocando ni, por supuesto, de elegir alguna canción de su copiosa memoria; el iPod no obedecía más que a su propia inspiración y, durante esos primeros minutos del diagnóstico, no me gustó nada que otro manipulara el espejo de mi alma. Unos días más tarde me había acostumbrado a su nueva vida, había descartado el proyecto de regresarlo al fondo del mar y comprar uno nuevo, y comenzaba a apreciar ese regreso, forzado e involuntario, a la experiencia original de oír música: sin aditamentos, sin información visual que te distraiga, sin el ansia de manipular la selección aleatoria de la máquina. Con aquel milagroso regreso a la vida volvió la ilusión, la sorpresa, el alma que se queda en vilo cuando no sabemos lo que nos depara la siguiente canción.

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