La muerte de los García Hernández sacude a un pueblo
Murieron todos. La familia entera. Laurencio García, de 51 años. Su mujer, Lucrecia Hernández, de la misma edad. Y sus hijos, ambos menores de edad: Elena, de 14; y Carlos, de 16. Uno de sus familiares más directos, que prefería mantenerse anónimo, explicaba ayer en el hotel Auditorium de Madrid que sus seres queridos habían ido a Ciudad Real a pasar las vacaciones. Y es que Laurencio era originario de allí, aunque toda la familia era ya canaria. Residían en San Bartolomé de Tirajana, en Las Palmas de Gran Canaria. Lucrecia, nacida en Las Palmas, llevaba 25 años dando clases de primaria. Los últimos 16 los había compartido con Laurencio en el colegio Pepe Moragas, donde él fue hasta el año pasado director, además de impartir clases de lengua y francés. El curso pasado, él abandonó la docencia para dedicarse a la política. Era el concejal de Educación, Cultura y Deportes de San Bartolomé por Nueva Canarias.
"No iban a irse de vacaciones este año. Y mira lo que les ha pasado"
El verano pasado, la familia no disfrutó de las vacaciones, por culpa de la ola de incendios que asolaron la isla de Gran Canaria. "Primero el fuego y después esto. Definitivamente ha sido un año espantoso", cabeceaba María del Pino Torres, alcaldesa de San Bartolomé. Los planes para 2008 de esta familia tan querida en el pueblo no estuvieron claros hasta última hora. "Si es que no iban a ir este año tampoco", lamentaba el familiar en Madrid. Pero al final, dijo, "se obligaron a ir, para poder descansar, que hacía ya dos años que no hacían un parón en familia. Y mira lo que les ha pasado". En un pasillo del hotel, el hombre recordaba con amargura la última llamada telefónica de su familiar. Lucrecia se puso en contacto con un amigo, que iba a haberles recogido en el aeropuerto de Las Palmas de Gran Canaria. "Le dijo que habían tenido un retraso del vuelo por una avería. Pero que ya estaba solucionado y que salían para Las Palmas. Incluso le comentó que se había tomado una pastilla para no marearse durante el viaje", explicaba el familiar. La mujer colgó y al rato, el avión de Spanair se estrelló.
"No me lo explico. Por un motor no se cae un avión. Algo más ha tenido que pasar", decía el hombre. Al preguntarle por la transparencia de la compañía, este familiar no entendía cómo la aerolínea tardó cerca de diez horas en facilitar los nombres de los viajeros: "¡Sólo queríamos esa lista, saber si iban en ese avión!". Aunque claro, las horas pasaron y los presagios eran los peores: "Ya nos lo imaginamos". Ahora sólo podían esperar, a que la identificación de los cadáveres fuera rápida, con la ayuda de las pruebas de ADN y de las fotografías proporcionadas a la Guardia Civil. El hombre, que mostraba una enorme serenidad y aún mayor generosidad al compartir su triste historia, señaló que durante la jornada de ayer la compañía se había "volcado" con los familiares.
La pareja estaba muy ligada a la vida cultural del sur de la isla. "La habían reactivado", aseguraba Fidel Araña, amigo y compañero de lucha en una plataforma ciudadana contra una promoción de vivienda que tendría que construirse en unos terrenos destinados previamente, entre otras cosas, a un nuevo centro educativo.
"Era un hombre muy popular por su integridad", afirmaba muy apenado José Juan Santana, antiguo alcalde de la ciudad y responsable de introducir a Laurencio en política por medio del partido Nueva Canaria. Mientras, una de las alumnas de Lucrecia sollozaba sin parar: "No me puedo creer que los profesores ya no estén".
Desgraciadamente, la historia de esta familia desaparecida por completo en un instante no era la única. También canarios, de Aruca (Gran Canaria), eran Pedro Pablo Afonso, María del Carmen Sosa y sus dos hijos: Jorge, de 10 años, y Miguel, de sólo cuatro. Lo contaba escuetamente Federico, cuñado de la pareja: "Ella es la hermana de mi mujer, son gemelas". La chica estaba ahogada en sus propias lágrimas. Y pedía que no le preguntaran. "¿Cómo me presento en la cara de mi madre para darle esta noticia? ¡Es increíble!", gritaba desgarrada poco después al teléfono con algún familiar o amigo.
Y es que en el hotel Auditorium, los teléfonos echaban humo. Algunos familiares trataban de refugiarse allí donde no había nadie, en algunos interminables pasillos sin transitar. Un chico joven, de unos veinte años, estaba tirado en el suelo, apoyado contra una columna plateada. Sollozaba, móvil en mano, sin parar: "Nos han hecho las pruebas de ADN". Al otro lado de la línea el consuelo. Y el silencio que se rompe en el pasillo: "Ya... ya... quién sabía que iba a pasar...". Lejos de este chico, un hombre mayor estaba más sereno. También al teléfono, hablaba de su mujer: "No quiere hablar con nadie. Está bastante afectada. Yo me hice a la idea ayer... pero ella creo que ha sido a las 6 de la mañana. Pero claro, había 160 muertos. Qué podías esperar".
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