Unos Juegos de ensueño
Ya era el momento. El sueño de varias generaciones se hizo realidad el 17 de octubre de 1986 en el Palais de Beaulieu de Lausana. Juan Antonio Samaranch había decidido durante sus vacaciones de verano en su casa de Santa Cristina d'Aro pronunciar el nombre en catalán: Barsalona. Siempre dice que no lo sabía previamente, pero reconoce que lo intuía. Los miembros del COI y el olimpismo le debían tanto a su poder que iba a vencer una vez más a los grupos anglosajones indigestos siempre con un español en lo más alto del deporte. Nadie pudo decir que manipuló o forzó para que su ciudad obtuviera la sede. Simplemente, estaba ahí y, además, Barcelona se lo merecía sobradamente. Presentó un gran proyecto y con un gran director, Josep Miquel Abad. Tan bueno, que de sus discrepancias con Samaranch como asesor desde la cocina, todo se reforzó. Previamente, se había arreglado la unidad política institucional.
Los Juegos de la XXV Olimpiada resultaron un éxito. Hubo momentos inolvidables. Desde el encendido del pebetero por el arquero Antonio Rebollo, el más original de la historia olímpica, a los partidos del Dream Team. La apertura profesional iniciada con el tenis en Seúl se completó con el baloncesto. Michael Jordan, Magic Johnson y Larry Bird encabezaron el espectáculo NBA. Los Juegos no sólo fueron buenos para modernizar la ciudad y dar una imagen espléndida de España el mismo año mágico de la Expo de Sevilla, sino que deportivamente supusieron el final de la improvisación y las genialidades aisladas.
Con el estilo típico español de acordarse de Santa Bárbara cuando truena, fue clave la creación del plan de Ayuda a los Deportes Olímpicos (ADO), de la mano del fallecido presidente del COE, Carlos Ferrer Salat, y del entonces secretario de Estado, Javier Gómez Navarro. Con financiación privada, llegó el dinero para una mejor preparación. En una sola edición, España ganó 22 medallas, muy cerca de las 26 logradas en toda su historia. La mejoría habitual de un país organizador fue magnífica y con el añadido de que la mayoría de las medallas, 13, fueron de oro. Algunas surgieron claramente de la nueva preparación, como las inesperadas del hockey femenino, tiro con arco, yudo o ciclismo en pista. Otras resultaron especialmente significativas, como la del fútbol y la de Fermín Cacho en los 1.500 metros del atletismo, la prueba más prestigiosa. Aparte de su calidad innata y forjada en el entrenamiento, Cacho lo logró gracias a su carácter genial, al estilo del fallecido y grande Paquito Fernández Ochoa. En la prueba reina del atletismo, un rey español. Dentro de la cascada de éxitos fue especialmente dolorosa la plata en waterpolo masculino, tras perder con Italia una de las finales más épicas del olimpismo en la sexta prórroga.
La distensión tras la caída del Muro y el fin del apartheid surafricano dieron a la cita barcelonesa un toque de hermandad insólito hacía muchos años. La Unión Soviética dominó por última vez el medallero bajo el nombre de Equipo Unificado, pero sus atletas ya ganaban para las 12 repúblicas disgregadas. Estonia, Letonia y Lituania se adelantaron a hacerlo separadas. Alemania volvió a competir unida y aunque no hubo equipos de Yugoslavia por la guerra de los Balcanes, sí atletas individuales. La imagen de la etíope Derartu Tulu, oro en los 10.000 metros del atletismo, de la mano de Elana Meyer, plata y primera medalla surafricana en su regreso al olimpismo, fue un cierre entrañable al boicoteo de 1976.
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